HORA ACTUAL

domingo, 27 de marzo de 2011

HISTORIAL DE LOS NIÑOS EN LA GUERRA III


HISTORIAL DE LOS NIÑOS EN LA GUERRA

por 
Guillermo González Uribe

«ESAS GUERRILLERAS SON ARRECHAS PARA EL PLOMO»
 TERCERA PARTE
Es tímida. Parece inofensiva, incapaz de hacerle daño a alguien. Cuando comienza a hablar causa sorpresa: su memoria, lo que ha vivido, su tranquilidad para contar las cosas, su frescura. Cuando la conocí, su mayor preocupación era que perdía parte del aprendizaje en el colegio porque no podía ver bien. Cuatro meses después volví a encontrarla. Estaba feliz con sus gafas nuevas y seguía estudiando.
Nací en Atanquer, Nariño, hace 16 años. Cuando pequeña mis tías peleaban por llevarme a vivir con ellas, porque mi papá es muerto; yo no lo conocí, mi papá murió y me dejó encargada con mis tías. Dijeron que cuando tuviera cuatro años me llevarían a vivir con ellas. Mi mamá estuvo de acuerdo, porque soy la única hija de mi papá y mi mamá; ella tiene hijos pero con otro señor, y mi papá también dejó hijos pero en otra señora. Hasta los tres años estuve en Atanquer; de ahí me llevaron mis abuelos y después viví con mis tías en Tumaco, en Pasto y en el Putumayo.
    La verdad es que de mi mamá nunca recibí un cariño, de mis tías sí. Ellas tienen de a dos hijos, hay una más que adoptó un niño y otra tía que tiene seis hijos, que ya se graduaron de la universidad. A mí no me faltaba nada con ellas. Estudié hasta cuarto y después, como a los doce años, les dije que me quería ir para donde mi mamá. A la casa llegué en 1999, pero mi mamá me rechazó, me dijo que si yo estaba bien allá por qué me había regresado, que no me quería ver en la casa. Le respondí: «No hay problema, yo tengo plata y me voy».  Me metí a la casa de unas primas, les conté todo y me dijeron: «Escóndete aquí para asustarla, que ella te viene a buscar». Así fue. Ella andaba buscándome, preguntando dónde me había metido, y yo escondida. Después de eso estuve cuatro meses con mi mamá.
    La familia con la que vivía en el Putumayo trabaja con el ejército, por allá en Santa Ana. O sea, nosotros la íbamos bien con ellos; los soldados y los sargentos iban a la casa. La casa es grandota, tanto que teníamos un granero, había una discoteca y mi tía tenía un almacén. Cuando yo me fui, le metieron terror a la casa; la guerrilla dijo que se iba a meter, que iban a acabar con esa casa y con todas las casas que trabajaban con el ejército. Una noche la guerrilla tuvo un combate con el ejército ahí cerquita, trató de entrarse al batallón, pero no pasó nada. 
    Cuando vivía de nuevo con mi mamá, un día se fue a trabajar y quedé con mis cuñadas y mis hermanas, pero ellas salieron a jugar al parque y me quedé sola, cuidando la casa. Al rato timbraron, abrí la puerta y un señor jovencito me preguntó: «¿Usted es de la familia Rodríguez?». Respondí: «Sí, señor», y me dijo: «Alístese que nos vamos». Y yo: «¿Para dónde?». Respondió: «Soy miliciano y me la voy a llevar para la guerrilla».  Le digo: «Pero mi familia no está aquí, ellos no se van a dar cuenta, ¿cómo hago?», y me respondió: «Pues es mejor que no se den cuenta. Vámonos». Le pregunté: «Pero ¿llevo ropa?», y me dijo: «No, allá le dan lo que usted necesite». Yo le iba a dejar una nota a mi mamá y me reprendió: «No haga eso que ella no se tiene que dar cuenta de nada, ni de dónde está». Me hizo subir a una moto, nos fuimos y me advirtió: «Si el comandante le llega a preguntar si es ingresada voluntariamente, le responde que sí; donde le diga que yo la traje obligada, la mato». A mí me tocó guardar ese secreto como un año, hasta que mataron al muchacho. Él era un chino de confianza, que se conocía con mi primo; habían estado en el ejército y como que habían chocado; se metió a la guerrilla y por eso me llevó.     Estuve dos años en la guerrilla, ahí me tuvieron bien. Llegué y me dieron la dotación, los camuflados. Al mes me entregaron un arma y me hicieron prestar guardia. Durante ese mes recibí entrenamiento militar; después sacaron una compañía que se llama Guerreros del Sindagua, integrada por 45 hombres. Estuvimos en esa compañía y la gente fue ingresando poco a poco: en cinco meses ya éramos 150. En el tiempo que estuve allá tuvimos diez combates, en uno de ellos me pegaron un tiro en una pierna. En la guerrilla se sufre, pero hay días que también se goza. La forma de sufrir allá es prestar guardia, caminar, aguantar hambre; a veces no hay nada de comida, a veces el que tiene plata compra. La plata viene de las vueltas por fuera: les quitan la plata a los ricos, la sacan de los bancos o secuestran. Con droga nunca nos metimos. A mí me llevaron a Nariño, donde llegué a conocer la coca y la amapola, pero en el frente donde yo estaba no se metían con cultivos ni con droga, porque el ELN no está de acuerdo con eso. Yo fui elena.     Hacían muchas reuniones y nos daban entrenamiento. Unos meses después de ingresar vieron que iba bien y me dieron cargo de tres hombres; tenía que responder por ellos.  A mí no me gustó y les dije, pero me contestaron que tenía que seguir y que más adelante me daban otro cargo. Conseguí entonces un novio que me aconsejaba, pues él también era mando, pero de destacamento. Duré siete meses con él, pero lo mataron en un combate que tuvimos con las FARC. Habían mandado una comisión de elenos a hacer reuniones por las veredas y las FARC los habían agarrado. Ellos los mandaron llamar dizque para hacer una reunión; estaban hablando y cuando se dieron cuenta era que los tenían arredondiados a todos, les quitaron las armas y los amarraron. Entre ellos iba un guerro que era viejito, tenía por ahí 46 años; lo miraron que estaba de edad, lo soltaron y le dijeron que se fuera para la casa, pero él se fue para el frente y nos avisó. Dijo que habían agarrado a la comisión, entonces nosotros formamos en ese momentico y sacaron 60 hombres. Nos fuimos a dejarles radios de comunicación, pistolas, plata y celulares. Llegamos a Barbacoas pero no encontramos muchos guerrilleros de las FARC, y el comandante no nos quiso recibir. Preguntamos por los muchachos y dijeron: «No, ellos no están aquí, están en un campamento en el otro lado». Nos fuimos y a lo que íbamos escuchando música, alegres, contentos, nos atacaron; a la primera camioneta le dispararon y mataron a varios. Cuando ellos dispararon nosotros nos tiramos de la camioneta y un compañero disparó, pero el comandante que iba encargado de los 60 hombres dijo que no dispararan, porque él sabía que eran los de las FARC. Pero ellos nos dispararon y mataron a ocho compañeros, dos mujeres y los demás hombres; mataron a la esposa del comandante. Los que murieron ahí todos eran mandos.
    Pensamos que se habían confundido, pero después nos dimos cuenta de que no, que ellos querían pelear con nosotros; el problema comenzó con nosotros, los de allá de Nariño, y luego los demás frentes de las FARC comenzaron a pelear con los elenos. Creo que ellos lo hacían por quedarse con la zona, porque nosotros íbamos a comisionar por allá, campamentábamos por allá y a ellos no les gustó. A los compañeros que detuvieron los soltaron después; les dijeron que se fueran para la casa, pero volvieron al frente y contaron todo. Después hablaron por radio de comunicación; el comandante eleno se comunicó con el comandante de las FARC, quien dijo que eso había sido una equivocación. El eleno le respondió que si había sido equivocación, por qué habían agarrado a los muchachos. El comandante nuestro no se quedó con las ganas: le mató a cinco milicianos; él dijo que tenía que cobrar esa venganza.
    Después gente de las FARC ingresó al ELN, porque no les había gustado lo que hicieron las FARC. Nosotros no volvimos a confiar en ellos; en esos tiempos las FARC minaron dos pueblos para que no entrara nadie. Minaron Llorente y Junín,sacaron a la gente del pueblo, no dejaban pasar ni un carro y o había nadie en los pueblos. Luego nos comunicamos con os demás frentes para detener esa guerra; si se estaba luchando por lo mismo, por qué se tenía que pelear. Entonces se paró un poco eso, y de la nuestra sacaron otra compañía del ELN que se llama Mártires de Barbacoas, en homenaje a los compañeros que habían muerto en combate con las FARC, porque la mayoría de los muertos eran mandos. También salió una comisión pequeña, de quince, que fue creciendo, fue avanzando con gente y ahorita está grande; esa comisión también tuvo muchos combates. A nosotros nos tocó caminar seis meses por la montaña, de Colombia al Ecuador, donde tuvimos combates con los ecuatorianos; en uno de esos mataron a un compañero y como la compañía ya había crecido, tenía 200 hombres, sacaron otra en nombre del muchacho que murió.
    Las compañías van creciendo cuando van andando y van recogiendo gente que va ingresando voluntariamente. Había muchos menores de edad, aunque los comandantes no están de acuerdo y por el contrario les dicen: «Mire, esto es duro, acá se tiene que sufrir, acá dormimos así, acá se come esto». Había gente que se iba por la comida, porque era pobre, no tenía nada qué comer. A veces la familia lloraba porque ellos estaban allá y nosotros les decíamos que se devolvieran, pero ellos no querían irse. Conmigo fue distinto, porque a mí me llevaron obligada. Cuando, en un combate, mataron al muchacho que me llevó, ya pude estar más tranquila y volví a tener comunicación con mi mamá, pues llevaba un año sin hablar con ella.
    Me habían buscado por el Putumayo, pues mi mamá pensaba que yo me había ido por lo que ella me había dicho. Llamó a todas partes, hasta a Venezuela, donde tengo una tía, y no me encontraron. Después me pude comunicar por celular, pues a mí ya me habían dado una escuadra, ya tenía diez hombres a cargo. Eso viene así: tríada, cuatríada, quintríada y de ahí sigue la escuadra de diez. Después destacamento, que son 30 hombres, y de ahí siguen las compañías, que son de 300 a 500 hombres. Mi mamá me decía que me saliera, que yo estaba corriendo peligro, y estaban asustados de que yo de pronto hubiera dicho que mi familia trabajaba con el ejército. Le dije que no, que yo no había contado nada. Me decía que me saliera rápido de allá, pero yo no podía irme porque obligadamente me había comprometido a cumplir los tres años allá. En el ELN es así, en las FARC es para toda la vida.
    Después tuvimos una marcha de ocho días para ir a Popayán. Esa marcha no fue tan larga, porque en partes íbamos caminando, en partes nos tocaba en carro. Llegamos al Cauca y nos encontramos con la compañía Jacobo Arenas, de las FARC. Ellos habían tenido mala información y pensaban que se estaba metiendo el ejército; entonces de una se habían puesto a hacer trincheras y a preparar cilindros y bombas. La Jacobo es una compañía móvil muy entrenada, que está pendiente de todo; tienen hasta helicóptero. Habían mandado hacer inteligencia a una muchacha y a un muchacho en una moto. Ellos se paseaban y miraban, hasta sospechoso. Nosotros decíamos: «Eso ¿qué será?», entonces los paramos y les preguntamos que quiénes eran, y ellos dijeron que eran civiles. Nosotros les dijimos que éramos del ELN. «Ah, ustedes son los compitas del ELN; yo soy guerrillero de las FARC, de la compañía Jacobo», dijo el muchacho. Al saber de la equivocación, le preguntamos por lo que nos tenían preparado, pensando que éramos el ejército, y él nos respondió: «Una fiesta con cilindros de 45, morteros, granadas, bombas y rockets». Así nos empezó a contar y a partir de ahí tuvimos buena relación; el comandante fue a hablar con el otro comandante, pero nosotros no les teníamos tanta confianza. Nos tocaba ir a 150 metros de distancia entre cada guerrillero, por prevención, y anduvimos así hasta llegar a otro pueblito; caminamos desde las ocho de la mañana hasta las diez de la noche. Como cargábamos ración de campaña, descansábamos un ratico y comíamos galletas, lechera, agua o fresco; allá dan buena ración.
Luego la compañía Jacobo sacó los carros que tenía encaletados y nos los prestó para irnos y buscar contacto con otro frente del ELN, porque la otra compañía, la Mártires de Barbacoa, estaba con el otro frente que se llama Camilo Cienfuegos. Pero nos encontramos fue con otro frente, también del ELN, el Lucho Buitrago, que opera en la zona. Les dijimos que necesitábamos armas, porque la compañía estaba creciendo. Nos dieron ametralladoras; ese día se recogieron como cinco RPG7, y una punto 30, una PKM, que es igual a la ametralladora que pesa como un fusil —la PKM la cargaba una muchacha de quince años—, y fusiles nuevos. Y como esa compañía era viejísima, tenía buenas armas; entonces hicimos cambio de la munición por las armas: a ellos les hacía falta munición y a nosotros, armas. Nosotros teníamos caletas de munición. Estábamos ya cerca de Popayán, como a dos horas. Entonces estuvimos tres meses por el Cauca.     Al regreso para Nariño nos echamos una noche en carro. Recuerdo que pasamos por un puesto de policía como a las ocho de la noche y luego llegamos a Ricaurte; ya estábamos en Nariño. Unos compañeros se fueron por el monte, otros en carro, pasamos por el puesto de policía y ellos se dieron cuenta pero no dispararon. Nosotros tampoco les disparamos, porque íbamos pasando; por allá en Nariño en los puestos de policía le tienen pavor a la guerrilla: si uno no les dispara, ellos no disparan.
    Después de eso me tocó pasar a un entrenamiento nuevo, de explosivos, para tropas especiales. A mí no me gustaba el explosivo, pero me tocaba hacer el curso porque era una orden, y el que tiene responsabilidad tiene que ver todo eso; y cuando uno pasa el entrenamiento, tiene que ir a dictarles entrenamiento a los que son combatientes. Estuvimos seis meses haciendo ese curso, y también hicimos uno de política en Popayán. El de tropas especiales era un curso privado, nadie podía saber qué se manejaba; era muy duro porque nos tocaba pasar descalzos por alambrados, nos hacían reptar por chuzos, colocaban explosivos y teníamos que desconectarlos; era muy peligroso. De ahí nos regresamos al campamento, y después ya seguimos combatiendo; tuvimos varios combates con el ejército y la policía. Luego nos campamentamos, y se llegó diciembre. Hicimos fiesta del año 2000; todos los diciembres se hacen fiestas allá, y el día de la inauguración de la guerrilla, el día que nació la guerrilla, también se hace fiesta. En esos días uno puede tomar trago porque los comandantes lo dejan, de ahí para allá no.     Pasó el tiempo y tuve otro novio. A él le dieron cargo de comandante de la compañía, y nos fuimos a campamentar por la montaña de Samaniego; el campamento era nuevo, lo estábamos comenzando. Un día mi novio me dijo: «Catalina, vamos para afuera», pero no me dijo a qué. Adelante me contó que íbamos a recoger al comandante de los frentes y a su esposa. Nos reconocimos con ella, porque hacía dos años no nos mirábamos; la cuchita, como de más de 30 años y toda buena gente, me aconsejaba. El comandante iba a ver cómo estaba la compañía, cuántos hombres tenía y cómo había crecido; iba a darles informaciones a los muchachos, traía un reglamento nuevo que mandaba el comandante Gabino; un reglamento de cómo iba a ser ahora el comportamiento y cómo se iban a dar los cargos. Estuvimos con ellos y después él mandó hacer unos retenes. En una parte de Cumbal había un carro. Apenas nos miraron los que iban ahí, se fueron; nosotros les pitamos para que pararan, porque estaban sospechosos, y disparamos al aire, pero no quisieron detenerse. Después de media hora de corretiarlos pararon en un pueblito y les preguntamos que por qué no se habían detenido con los tiros, que por qué nos habían hecho gastar munición. Ellos dijeron que no habían escuchado, porque iban borrachos. Sí estaban borrachos, pero ¡cómo no iban a escuchar los tiros! Les quitamos el carro y les dijimos que nos lo íbamos a llevar para que se fueran unos compañeros. Se pusieron bravos, que no, que ahora nos metían el ejército. Mi novio les dijo que lo mandaran, que nosotros estábamos ahí para pelear y no para pasarla chévere, así les dijo, y que el carro se lo devolveríamos en cinco días. Ellos dijeron que sí, pero que no se iban a quedar con eso. «Mándenos el ejército», les dijo él. Y así fue.
    Al otro día mandaron una avanzada para un filo donde estaban unos muchachos nuestros, pero ellos petetiaban con el radio y no les salía. No podían comunicarse porque mi novio había cambiado la frecuencia. En esas llegó al campamento un señor, un compita, y me preguntó: «¿Dónde está el comandante?», le dije: «¿Por qué?», y me respondió: «Porque lo necesito para una razón». «Yo también soy encargada», le contesté. «Lo que pasa es que por allá está el ejército, están peleando», me contó. Nosotros acomodamos de una la remesa en los camiones, en los carros; subimos los radios de comunicación y todo. Yo le dije a una compañera: «Constanza, métale ese tiro al fusil que uno no sabe, de pronto por allá abajo nos pueden agarrar en emboscada». Así arrancamos y dijo mi novio: «Catalina, cuidado por los filos, mi niña; écheles ojo a los filos». Le respondí: «Sí, señor». Yo llevaba el celular de él, el radio de comunicación y el fusil. Nosotros íbamos de civil, o sea, íbamos con la camisa verde pero las otras muchachas que estaban encima del volco, encima de la remesa, iban con ruanas. Al que iba adelante, en la vanguardia, lo paró el ejército. Él iba en una moto; lo requisaron, y ya iba a arrancar cuando llegamos nosotros. A lo que llegamos detuvieron al muchacho, porque el soldado se quedó viéndonos asustado. No disparó, pero nosotros sí. Agarré el freno de mano de la camioneta y lo jalé, porque mi novio también quedó asustado, y salí a correr disparando. Nos atrincheramos detrás de la camioneta, pero las otras chinas no se podían sacar las ruanas ni podían bajar el fusil. Unos compañeros agarraron derecho por la carretera y nosotros cogimos por la montaña. Había un alambrado, vi que mi novio se tiró por ahí y lo seguí. Uno en el combate es capaz de tirarse por cualquier parte; nos tiramos y me tocó ir a respaldar a las muchachas y él a los muchachos. A los otros muchachos que agarraron por la carretera les fue mal; a unos los hirieron y a otros los mataron. Hubo uno que no alcanzó a salir de la camioneta y a lo que iba a sacar una granada se le explotó y le voló todo. A una muchacha le pegaron dos tiros y a otra china le dieron un tiro en la mano y un tiro en la espalda; al chino que iba en la moto le pegaron un tiro en el ojo, un tiro explosivo, y le quedó el huecote. Corrimos y bajamos por una montaña, y como eso estaba quemado, mi novio me decía: «Mi niña, hágale que ahorita nos mandan un granadazo y quedamos tiesos». «Pero¡cómo quiere que baje rodando si el portafusil se me enredó!», le contesté. Entonces le saqué la correa al portafusil y me quedé disparando. Al rato le dije a la compañera que iba cubriendo que me esperara, porque tenía que pasar un charco; brinqué, y cuando me di cuenta, alrededor mío ya no había nadie; mis compañeros ya habían subido al filo. Les gritaba por sus nombres y no me contestaba nadie. Escuchaba que ellos disparaban desde arriba y me fui caminando. Los soldados me dispararon mucho y yo también les disparé, pero al fin salí a un potrero donde se miraba todo. Hice como si no fuera conmigo, escuchaba los disparos pero me senté fresquera y como yo no vi a nadie al lado mío, me peiné, porque el pelo se me había enredado mucho; como tenía un gancho, una mariposa, me comencé a peinar. Tomé agua de la pimpina, como si no pasara nada, como si no fuera conmigo. Cogí aire y dije: «¿Será que soy capaz de correr hasta ese filo? Tengo que ser capaz, voy a agarrar en zigzag». Salí corriendo, pero los soldados me vieron y me encendieron con la ametralladora. Lo único que hice fue tirarme al piso. Los demás compañeros ya se habían ido por la carretera.     Cuando los miré iban lejos, como a seis curvas, y yo estaba en pleno combate. Me hice la muerta, me quedé como un minuto tendida. Luego levanté una pierna, levanté la otra y salí corriendo, y como había una casa al frente mío y al otro lado quedaba la carretera, me metí por esa casa y me cubrí con las paredes. Dejaron de disparar. Me tiré por un lavadero, de vuelta me dispararon, me tiré a la carretera y miré la camioneta que estaba voltiada y me puse a pensar: «¿Boto el radio de comunicación? No. ¿Echo esta granada a la camioneta? No, tampoco». Cargaba una puñaleta en el chaleco y dije: «¿Le corto la manguera y le meto la granada para que se queme eso? Tampoco», y me fui caminando. De pronto me di cuenta de que venían detrás de mí, alcé el arma y les mandé un rafagazo. Ellos respondieron. Mi novio estaba en una loma —supe que era él porque el fusil se le quedó en la camioneta y quedó con la pistola—, y comenzó a disparar mientras yo me escondía. A mi novio se le acabaron los tiros y los soldados me corretiaron, y yo corra por esa carretera, y qué solazo. Eran como las ocho de la mañana, y corra por esa carretera y dispare. Me atrincheré detrás de un tronco y ellos me dispararon. Después comencé a llenar el proveedor de la munición. Tenía balas pero las que llevaba en los tres proveedores ya se me habían acabado. Comencé a correr en zigzag otra vez, media hora me corretiaron y hasta unos soldados se regresaron porque no aguantaron; al final se quedaron diez persiguiéndome, y yo corría, los dejaba en una curva y seguía caminando como si no fuera conmigo, y los miraba y prendía la carrera otra vez, hasta que en dos curvas los dejé. En una loma yo dije: «Señor, ayúdame, que no me maten; ¿por dónde me tiro?». Había una ramada pero se notaba si uno se tiraba por ella. Miré el filo, donde teníamos caletas de armas y me pregunté: «¿Y si me subo por esa loma se notarán los rastros?». Agarré impulso, me tiré por una loma muy alta y al caer me golpié feo. Los soldados llegaron hasta esa parte y dijo uno: «Esas guerrilleras son arrechas para el plomo»; yo estaba cerca de ellos, escuchándolos. Comenzaron a disparar al aire para ver si yo les contestaba otra vez. Me reí y me acordé del entrenamiento que había tenido, y como llevaba un alicate en el chaleco, comencé a quebrar los montes con él, como si fuera pájaro: ta, ta, ta. Me eché toda la mañana y toda la tarde hasta las cinco, y no era una loma larga sino cortica. 
     Así bajaba despacito. Ellos ya se habían ido, pero seguí despacito. Bajé y coloqué el fusil con cuidado, pero como se me había trabado, se había encasquillado, se le subió el cerrojo. Se me enfrió la sangre y después ya le monté tiro al fusil, suavecito. Bajé por una quebrada, encontré un palo que tenía un hueco y dije: «Aquí me voy a quedar dormida hasta el amanecer». Pero después pensé que no. Eran como las doce. Subí la montaña, despacito —era una montaña recién quemada que tenía unos palos cruzados—, reptando, arrastrada; me eché hasta las cinco, y después salí. Había unas cabuyas con chuzos, pero con tal de salir de ese monte a mí no me importaba. Me chucé, pasé un alambrado, estuve en la carretera pero no podía ubicar cuál carretera era. Encontré rastros y me fui por un filo, con cuidado, iba bien pilosa. Caminé hasta las seis y media, cuando me di cuenta de que había un pelotón por allá arriba. Pensé que eran mis compañeros y como había uno con ruana encima, dije: «Ese es Pedro». Le iba a gritar, pero no, pensé. Alcé la mano para llamarlos y estaba en esas cuando me di cuenta de que eran soldados; lo supe porque no se mostraron contentos de que yo saliera. Dije: «Me entrego y descanso, porque ya no puedo más».
    Seguí caminando y bajó un soldado que me preguntó, aún de lejos: «¿Se va a entregar?». Le respondí: «Sí, me voy a entregar». «Chévere», respondió. Me quité el fusil, lo entregué y llamaron al comandante. «Aquí hay una —¿cómo nos dicen ellos?— bandolera que se entregó». Me bajó, me atendieron, me dieron gaseosa, agua y galletas. Yo no les comía nada porque iba muy cansada. Lo único que hice fue sentarme, quedarme ahí como muerta.
    No sabía si me iban a matar. Un soldado que ya había pasado escuelas —los demás eran rasos—, me dijo: «¿A usted no le da miedo que la matemos?». Le contesté que no. «Todos nacimos para morir», le dije. Comentaron: «Como arrecha la vieja, ¿no?», y otro dijo: «Si hubiera estado en el momentico que usted se entregó, la habría pelado». Le respondí: «Si usted me hubiera matado, usted también moría a plomo». Llegó el comandante y le dijo: «Usted cállese y se me va».
    Estuve conversando con el comandante, se quedaron los que estaban en esa escuadra y todos se peleaban por tomarse una foto conmigo, para tener recuerdo de La Chiqui; así me pusieron. Trajeron la cámara y me pasaron la ametralladora que tenían, que estaba cargada; y un soldado dice: «Quítenle las cananas que ahorita nos rafaguea». Le respondí: «Qué los voy a rafaguiar, una mujer contra todo un pelotón... Ni porque fuera Rambo».     Los que estaban allá eran casi todos negros, había apenas cinco blanquitos; entonces trajeron a unos señores que se encargaban de anotar la información. Me preguntaron que cuántos años tenía, les dije que quince; que cuánto tiempo había estado por ahí, les dije que tenía diez meses apenas; y que si tenía cargo, les dije que no; y qué cómo me habían llevado, les dije la verdad. Ahí había soldados que me conocían. Uno me dijo: ¿Por qué nos traicionó?». «Yo no los traicioné —le respondí—, a mí me llevaron obligada. Si quiere hable con mi primo; algún día se lo va a encontrar y le va a decir que a mí me llevaron». Me preguntaron que para dónde habíamos mandado la comisión, les dije que yo no sabía. Después me trasladaron para el batallón. Yo iba entre muchos soldados y me imaginaba que ellos eran los que habían matado a mis compañeros en el combate; se durmieron y yo iba despierta. Pensé: «Si me duermo, aquí me bajan y me matan». Todos se durmieron y dejaron los fusiles tirados por ahí. Pero venían seis camiones de ejército atrás y adelante iban cuatro. 
    Creo que los muchachos a los que nosotros les quitamos la camioneta eran soldados. En ese tiempo, al campamento donde nosotros estábamos, iban unos muchachos que no eran del pueblo; en el batallón llegué a ver uno. Me le quedé viendo con cara de brava. «A éste lo conozco», dije para mí.  Me atendieron bien, para qué. Dormí en una oficina y me tuvieron cuatro días en el batallón. Después me iban a mandar por ocho días al Santo Ángel, una institución donde había niños drogadictos, hasta que me ubicaran bien. Mientras tan to mi familia me iba a visitar. Como mi hermana vive detrás del batallón, ella me iba a ver. Me llevó ropa, cosas que a mí me hacían falta; me trajo hasta unas cremas porque al tirarme por un piedrero se me había roto el camuflado y me había raspado las piernas, la cola, los brazos, todo. Los soldados estaban amañados conmigo, recochábamos cada rato; yo la pasaba chévere en ese batallón. No me quería ir a esa institución con gente drogadicta, qué pereza.
    Allá me recibió una señora que me dio moral y me motivó a quedarme los ocho días. Me aconsejó: «Usted no les diga que está porque es guerrillera; nada de eso; dígales que está por hurto, por nada más». Mi mamá me había mandado una cadena de oro, pero la monjita me dijo: «Déjela aquí, porque a la que llega le quitan todo». Me quedé sólo con una cadena de esas que venden por ahí, que había comprado en 5.000 pesos, y un Che Guevara que me habían mandado del Cauca. La primera pelada que me encontré me dijo: «Vos ¿por qué estás aquí?». Le dije: «Por hurto», pero solté la risa. Y ella: «¿Por qué te reís?». Y yo: «Por nada, me acordé de algo que me pasó el día que me robé el televisor». Pero ella ya estaba sospechando algo, incluso me preguntó que por qué no hablaba como ellas. Allá se hablaban de pirobas y se trataban muy duro. Yo lloraba, porque nunca había recibido ese trato tan feo. En la guerrilla se tratan de primos, colegas, compas, camaradas, cuñados, y no se escuchan palabras groseras sino en los combates.       Me daba cuenta de que a ellas les tiraban la droga por encima, por el patio, pero las monjas no sabían. Ellas las encerraban y las peladas comenzaban a meter en los baños. Y yo con miedo decía: «Ahorita cogen y me meten un puñalazo». Yo les decía a las monjitas que no me amañaba, y ellas me respondían que preferían tenerme a mí y que las otras muchachas se fueran. Yo me ponía a leer unos libros que ellas me prestaban y la pasaba chévere.      Un día se me salió el Che Guevara y una china lo vio y me dijo: «¡Ah, vos sos guerrillera, porque los guerrilleros no más cargan eso!». Le dije: «Qué va, por allá en donde vivo la mayoría carga esto. Yo no sabía que era el Che Guevara». Pero se quedó viéndome y me dijo: «Vos sos guerrillera, vos fuiste la que salió en el noticiero; vos sos la misma, vos saliste de espalda». Eso era cierto, pero se lo negué y se calmó. Hasta que un día ya me fueron a llevar. Salí a las cinco de la mañana, pero las muchachas no se dieron cuenta porque las monjitas las dejan encerradas con llave en la noche.     Durante ese tiempo todo el mundo estaba pendiente de mí. Me llamaban del batallón a ver cómo estaba; la juez me llamaba, la defensora de familia me llamaba a cada rato; que cómo estaba, decían; que si estaba aburrida. Les contestaba que quería irme rápido, y ellos que tranquila, que ya iban a comprar los vuelos. Lloraron en el aeropuerto cuando me fui, eso fue en septiembre, el 9 de septiembre, en ese tiempo pasó lo de las torres allá en los Estados Unidos. A mí me dijeron en el batallón que me iban a dar estudio, que me iban a ayudar. Me subieron al avión, y a las muchachas que iban repartiendo —¿cómo es que se llaman?— a las azafatas, a ellas les dijeron quién era yo, les entregaron los papeles y les advirtieron que me pusieran cuidado. Viajé con ellas y ellas me hacían conversa, me miraban y se reían, y entre ellas conversaban; decían que yo era guerrillera, y yo me les reía; me atendieron bien. Llegamos a Cali y después pasamos a Bogotá. Ingresé a una institución y he estado ya en varias casas. En la actual llevo ocho meses, desde diciembre. Por acá estoy bien, pero me pongo a pensar en el día en que me manden para la casa, porque yo no me quiero ir para donde mi familia. Quiero vivir acá, por cuenta de mi familia. Tampoco quiero vivir en las casas juveniles. Lo que quiero ser en la vida es cantante, es lo que más anhelo. Ahora estudio en el colegio y me va bien. Quisiera quedarme viviendo por cuenta mía, pero el problema que tengo ahora es que estoy enferma; a veces en el colegio tengo que sentarme en la primera silla, porque estoy mal de la vista. A veces tengo que acercarme al tablero más que mis compañeros, porque no alcanzo a ver de lejos. En la guerrilla me llevaron a exámenes y me iban a comprar las gafas; el comandante me dijo, chistiando: «Le voy a comprar las gafas, pero se queda por otro tiempo aquí». Mi novio me dijo, entonces: «Dígale que no se las compre, que yo se las voy a comprar». En la casa anterior también me las iban a comprar, pero me trasladaron. Y acá espero que por fin lleguen. Ahora también estoy haciendo curso de panadería y otro de computación en el Sena. El de computación me gusta mucho. Al principio éramos varios los que íbamos, pero ahora somos pocos. Me gusta aprovecharlo.