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domingo, 27 de marzo de 2011

Último día de Felipe Granados



La voz temblorosa me pregunta qué clase de animal me gustaría haber sido, yo digo que un conejo de peluche al que se le cayó un ojo de botón de tanto afecto que le dio su dueño, a saber, un niño de 6 años, como Juan.
El silencio que sigue dice mucho. Del otro lado del teléfono alguien que me quiere bien, elige las palabras… no puede… no hay manera de decir esto de una forma bonita.
Voy a morir.
Mi último día debería empezar temprano, muy temprano, tratar de ser metódico, práctico, cosas que nunca fui en mi vida. OK, un intento. El último.
7:30 a.m. Escribir que no quiero ningún ritual que pase por las manos de ninguno de los dioses conocidos. Quiero que sepan que me sentí tranquilo la noche en que maté a dios, dormí como un bebé, sin miedo ni del infierno ni de ese otro gran abismo al que todos llaman cielo. Que para mí la literatura, o más bien, los libros y escribir, cumplieron con todo lo que a otros daba dios: consuelo, esperanza, castigo y una forma —no mejor ni peor— de tratar de explicarme qué mierda era la vida.
8:00 a.m. Arreglo que me quemen, tres partes iguales de mí llegarán cada una a un lugar diferente: el volcán Irazú, el lugar donde estuvo mi primera casa en el mundo y el Puerto. En esos tres lugares fui feliz.
8:20 a.m. Una taza de café y varios cigarrillos, me juré que a las once de hoy dejaría de fumar; yo cumplo, trataré de no pensar en otro tiempo, en otras tazas de café y cigarrillos, ya lo dijo De Cuenca: la nostalgia es un burdo pasatiempo.
8:30 am. Lloro, lloro, pero sigo haciendo cosas, mientras tomo una ducha, mientras me afeito, mientras entro por última vez en ese milagro del calzoncillo limpio, lloro y me miraré al espejo para ver qué se siente ver a la cara a un hombre muerto que llora.
9 a.m. Me limpio la cara, salgo de mi casa a desayunar con mis hijos, Juan y Lucy, los beso despacio y me voy.
10:00 a.m. Tomarse las pastillas, no olvidar las pastillas, aunque ya no sirvan para nada, continuar el ritual de las pastillas, sentir el gusto idiota de hacer algo sabiendo que no sirve para nada.
10:20 a.m. Llegar a San José. Caminar por el pasillo de las flores del Mercado Central y no pensar en otra cosa que las flores.
10:40 a.m. Sentarme a conversar con un extraño sobre nada, de lo que él quiera: fútbol, política, Latin American Idol, no caer en la tentación de juzgarlo, no sentirme mejor que el otro, no sentirme.
10:45 a.m. Buscar mi marisquería favorita y pedir un ceviche, una sopa y camarones.
11:30 a.m. Llamar a mi mama por teléfono, decir gracias.
11:45 a.m. Dejar de fumar, yo cumplo, tarde, pero cumplo. Volver a mi casa.
12 en punto. Buscar el noticiero de radio que justo a las doce pasa el “Avemaría” de Perry Como y recordarme cuando era niño y me ponía el uniforme de la escuela.
12:15 p.m. Terminar algo de lo que he estado escribiendo.
1:00 pm. Llorar otro poquito y ver La Mansión Forrester para amigos imaginarios y reírme de Blu, reírme mucho, si es posible con Juan y Lucía en mi cama.
2:00 p.m. Poner mis canciones favoritas.
2:30 p.m. Leer El principito, el último monólogo de Novecento y los capítulos finales de El dios de las pequeñas cosas.
6:00 p.m. Llamar a un amigo, decir gracias.
6:30 p.m. Preparar una cena decente para mí, y ponerme ropa bonita y tratarme como al mejor.
7:00 p.m. No hacer las paces con mis enemigos, no perdonar los crímenes contra mí, no sobornar al perro más grande de las culpas con ninguno de estos actos.
7:30 p.m. Cenar, comer un helado, recaer con un cigarrillo y no sentirme mal.
8:40 p.m. Llamar a ese numero que recuerdo tan bien y que no volví a marcar desde hace mucho, escuchar la voz en la contestadora y no decir lo que tengo que decir, después del tono.
9:00 p.m. Poner Nina Simone, mucho Nina Simone.
9:00 p.m. Pensar en aquel astronauta falso que vi una vez, pensar en lo que dijo: “Para ser alguien que nunca estuvo preparado para vivir en este mundo, creo que lo voy a extrañar”.
10:00 p.m. Quitar de la refri la foto donde estoy junto a mis hijos.
10:05 p.m. Llorar hasta dormirme.
11:00 p.m. Dormirme.
12 en punto. Soñar con conejos de peluche, tuertos, pero felices.

HISTORIAL DE LOS NIÑOS EN LA GUERRA III


HISTORIAL DE LOS NIÑOS EN LA GUERRA

por 
Guillermo González Uribe

«ESAS GUERRILLERAS SON ARRECHAS PARA EL PLOMO»
 TERCERA PARTE
Es tímida. Parece inofensiva, incapaz de hacerle daño a alguien. Cuando comienza a hablar causa sorpresa: su memoria, lo que ha vivido, su tranquilidad para contar las cosas, su frescura. Cuando la conocí, su mayor preocupación era que perdía parte del aprendizaje en el colegio porque no podía ver bien. Cuatro meses después volví a encontrarla. Estaba feliz con sus gafas nuevas y seguía estudiando.
Nací en Atanquer, Nariño, hace 16 años. Cuando pequeña mis tías peleaban por llevarme a vivir con ellas, porque mi papá es muerto; yo no lo conocí, mi papá murió y me dejó encargada con mis tías. Dijeron que cuando tuviera cuatro años me llevarían a vivir con ellas. Mi mamá estuvo de acuerdo, porque soy la única hija de mi papá y mi mamá; ella tiene hijos pero con otro señor, y mi papá también dejó hijos pero en otra señora. Hasta los tres años estuve en Atanquer; de ahí me llevaron mis abuelos y después viví con mis tías en Tumaco, en Pasto y en el Putumayo.
    La verdad es que de mi mamá nunca recibí un cariño, de mis tías sí. Ellas tienen de a dos hijos, hay una más que adoptó un niño y otra tía que tiene seis hijos, que ya se graduaron de la universidad. A mí no me faltaba nada con ellas. Estudié hasta cuarto y después, como a los doce años, les dije que me quería ir para donde mi mamá. A la casa llegué en 1999, pero mi mamá me rechazó, me dijo que si yo estaba bien allá por qué me había regresado, que no me quería ver en la casa. Le respondí: «No hay problema, yo tengo plata y me voy».  Me metí a la casa de unas primas, les conté todo y me dijeron: «Escóndete aquí para asustarla, que ella te viene a buscar». Así fue. Ella andaba buscándome, preguntando dónde me había metido, y yo escondida. Después de eso estuve cuatro meses con mi mamá.
    La familia con la que vivía en el Putumayo trabaja con el ejército, por allá en Santa Ana. O sea, nosotros la íbamos bien con ellos; los soldados y los sargentos iban a la casa. La casa es grandota, tanto que teníamos un granero, había una discoteca y mi tía tenía un almacén. Cuando yo me fui, le metieron terror a la casa; la guerrilla dijo que se iba a meter, que iban a acabar con esa casa y con todas las casas que trabajaban con el ejército. Una noche la guerrilla tuvo un combate con el ejército ahí cerquita, trató de entrarse al batallón, pero no pasó nada. 
    Cuando vivía de nuevo con mi mamá, un día se fue a trabajar y quedé con mis cuñadas y mis hermanas, pero ellas salieron a jugar al parque y me quedé sola, cuidando la casa. Al rato timbraron, abrí la puerta y un señor jovencito me preguntó: «¿Usted es de la familia Rodríguez?». Respondí: «Sí, señor», y me dijo: «Alístese que nos vamos». Y yo: «¿Para dónde?». Respondió: «Soy miliciano y me la voy a llevar para la guerrilla».  Le digo: «Pero mi familia no está aquí, ellos no se van a dar cuenta, ¿cómo hago?», y me respondió: «Pues es mejor que no se den cuenta. Vámonos». Le pregunté: «Pero ¿llevo ropa?», y me dijo: «No, allá le dan lo que usted necesite». Yo le iba a dejar una nota a mi mamá y me reprendió: «No haga eso que ella no se tiene que dar cuenta de nada, ni de dónde está». Me hizo subir a una moto, nos fuimos y me advirtió: «Si el comandante le llega a preguntar si es ingresada voluntariamente, le responde que sí; donde le diga que yo la traje obligada, la mato». A mí me tocó guardar ese secreto como un año, hasta que mataron al muchacho. Él era un chino de confianza, que se conocía con mi primo; habían estado en el ejército y como que habían chocado; se metió a la guerrilla y por eso me llevó.     Estuve dos años en la guerrilla, ahí me tuvieron bien. Llegué y me dieron la dotación, los camuflados. Al mes me entregaron un arma y me hicieron prestar guardia. Durante ese mes recibí entrenamiento militar; después sacaron una compañía que se llama Guerreros del Sindagua, integrada por 45 hombres. Estuvimos en esa compañía y la gente fue ingresando poco a poco: en cinco meses ya éramos 150. En el tiempo que estuve allá tuvimos diez combates, en uno de ellos me pegaron un tiro en una pierna. En la guerrilla se sufre, pero hay días que también se goza. La forma de sufrir allá es prestar guardia, caminar, aguantar hambre; a veces no hay nada de comida, a veces el que tiene plata compra. La plata viene de las vueltas por fuera: les quitan la plata a los ricos, la sacan de los bancos o secuestran. Con droga nunca nos metimos. A mí me llevaron a Nariño, donde llegué a conocer la coca y la amapola, pero en el frente donde yo estaba no se metían con cultivos ni con droga, porque el ELN no está de acuerdo con eso. Yo fui elena.     Hacían muchas reuniones y nos daban entrenamiento. Unos meses después de ingresar vieron que iba bien y me dieron cargo de tres hombres; tenía que responder por ellos.  A mí no me gustó y les dije, pero me contestaron que tenía que seguir y que más adelante me daban otro cargo. Conseguí entonces un novio que me aconsejaba, pues él también era mando, pero de destacamento. Duré siete meses con él, pero lo mataron en un combate que tuvimos con las FARC. Habían mandado una comisión de elenos a hacer reuniones por las veredas y las FARC los habían agarrado. Ellos los mandaron llamar dizque para hacer una reunión; estaban hablando y cuando se dieron cuenta era que los tenían arredondiados a todos, les quitaron las armas y los amarraron. Entre ellos iba un guerro que era viejito, tenía por ahí 46 años; lo miraron que estaba de edad, lo soltaron y le dijeron que se fuera para la casa, pero él se fue para el frente y nos avisó. Dijo que habían agarrado a la comisión, entonces nosotros formamos en ese momentico y sacaron 60 hombres. Nos fuimos a dejarles radios de comunicación, pistolas, plata y celulares. Llegamos a Barbacoas pero no encontramos muchos guerrilleros de las FARC, y el comandante no nos quiso recibir. Preguntamos por los muchachos y dijeron: «No, ellos no están aquí, están en un campamento en el otro lado». Nos fuimos y a lo que íbamos escuchando música, alegres, contentos, nos atacaron; a la primera camioneta le dispararon y mataron a varios. Cuando ellos dispararon nosotros nos tiramos de la camioneta y un compañero disparó, pero el comandante que iba encargado de los 60 hombres dijo que no dispararan, porque él sabía que eran los de las FARC. Pero ellos nos dispararon y mataron a ocho compañeros, dos mujeres y los demás hombres; mataron a la esposa del comandante. Los que murieron ahí todos eran mandos.
    Pensamos que se habían confundido, pero después nos dimos cuenta de que no, que ellos querían pelear con nosotros; el problema comenzó con nosotros, los de allá de Nariño, y luego los demás frentes de las FARC comenzaron a pelear con los elenos. Creo que ellos lo hacían por quedarse con la zona, porque nosotros íbamos a comisionar por allá, campamentábamos por allá y a ellos no les gustó. A los compañeros que detuvieron los soltaron después; les dijeron que se fueran para la casa, pero volvieron al frente y contaron todo. Después hablaron por radio de comunicación; el comandante eleno se comunicó con el comandante de las FARC, quien dijo que eso había sido una equivocación. El eleno le respondió que si había sido equivocación, por qué habían agarrado a los muchachos. El comandante nuestro no se quedó con las ganas: le mató a cinco milicianos; él dijo que tenía que cobrar esa venganza.
    Después gente de las FARC ingresó al ELN, porque no les había gustado lo que hicieron las FARC. Nosotros no volvimos a confiar en ellos; en esos tiempos las FARC minaron dos pueblos para que no entrara nadie. Minaron Llorente y Junín,sacaron a la gente del pueblo, no dejaban pasar ni un carro y o había nadie en los pueblos. Luego nos comunicamos con os demás frentes para detener esa guerra; si se estaba luchando por lo mismo, por qué se tenía que pelear. Entonces se paró un poco eso, y de la nuestra sacaron otra compañía del ELN que se llama Mártires de Barbacoas, en homenaje a los compañeros que habían muerto en combate con las FARC, porque la mayoría de los muertos eran mandos. También salió una comisión pequeña, de quince, que fue creciendo, fue avanzando con gente y ahorita está grande; esa comisión también tuvo muchos combates. A nosotros nos tocó caminar seis meses por la montaña, de Colombia al Ecuador, donde tuvimos combates con los ecuatorianos; en uno de esos mataron a un compañero y como la compañía ya había crecido, tenía 200 hombres, sacaron otra en nombre del muchacho que murió.
    Las compañías van creciendo cuando van andando y van recogiendo gente que va ingresando voluntariamente. Había muchos menores de edad, aunque los comandantes no están de acuerdo y por el contrario les dicen: «Mire, esto es duro, acá se tiene que sufrir, acá dormimos así, acá se come esto». Había gente que se iba por la comida, porque era pobre, no tenía nada qué comer. A veces la familia lloraba porque ellos estaban allá y nosotros les decíamos que se devolvieran, pero ellos no querían irse. Conmigo fue distinto, porque a mí me llevaron obligada. Cuando, en un combate, mataron al muchacho que me llevó, ya pude estar más tranquila y volví a tener comunicación con mi mamá, pues llevaba un año sin hablar con ella.
    Me habían buscado por el Putumayo, pues mi mamá pensaba que yo me había ido por lo que ella me había dicho. Llamó a todas partes, hasta a Venezuela, donde tengo una tía, y no me encontraron. Después me pude comunicar por celular, pues a mí ya me habían dado una escuadra, ya tenía diez hombres a cargo. Eso viene así: tríada, cuatríada, quintríada y de ahí sigue la escuadra de diez. Después destacamento, que son 30 hombres, y de ahí siguen las compañías, que son de 300 a 500 hombres. Mi mamá me decía que me saliera, que yo estaba corriendo peligro, y estaban asustados de que yo de pronto hubiera dicho que mi familia trabajaba con el ejército. Le dije que no, que yo no había contado nada. Me decía que me saliera rápido de allá, pero yo no podía irme porque obligadamente me había comprometido a cumplir los tres años allá. En el ELN es así, en las FARC es para toda la vida.
    Después tuvimos una marcha de ocho días para ir a Popayán. Esa marcha no fue tan larga, porque en partes íbamos caminando, en partes nos tocaba en carro. Llegamos al Cauca y nos encontramos con la compañía Jacobo Arenas, de las FARC. Ellos habían tenido mala información y pensaban que se estaba metiendo el ejército; entonces de una se habían puesto a hacer trincheras y a preparar cilindros y bombas. La Jacobo es una compañía móvil muy entrenada, que está pendiente de todo; tienen hasta helicóptero. Habían mandado hacer inteligencia a una muchacha y a un muchacho en una moto. Ellos se paseaban y miraban, hasta sospechoso. Nosotros decíamos: «Eso ¿qué será?», entonces los paramos y les preguntamos que quiénes eran, y ellos dijeron que eran civiles. Nosotros les dijimos que éramos del ELN. «Ah, ustedes son los compitas del ELN; yo soy guerrillero de las FARC, de la compañía Jacobo», dijo el muchacho. Al saber de la equivocación, le preguntamos por lo que nos tenían preparado, pensando que éramos el ejército, y él nos respondió: «Una fiesta con cilindros de 45, morteros, granadas, bombas y rockets». Así nos empezó a contar y a partir de ahí tuvimos buena relación; el comandante fue a hablar con el otro comandante, pero nosotros no les teníamos tanta confianza. Nos tocaba ir a 150 metros de distancia entre cada guerrillero, por prevención, y anduvimos así hasta llegar a otro pueblito; caminamos desde las ocho de la mañana hasta las diez de la noche. Como cargábamos ración de campaña, descansábamos un ratico y comíamos galletas, lechera, agua o fresco; allá dan buena ración.
Luego la compañía Jacobo sacó los carros que tenía encaletados y nos los prestó para irnos y buscar contacto con otro frente del ELN, porque la otra compañía, la Mártires de Barbacoa, estaba con el otro frente que se llama Camilo Cienfuegos. Pero nos encontramos fue con otro frente, también del ELN, el Lucho Buitrago, que opera en la zona. Les dijimos que necesitábamos armas, porque la compañía estaba creciendo. Nos dieron ametralladoras; ese día se recogieron como cinco RPG7, y una punto 30, una PKM, que es igual a la ametralladora que pesa como un fusil —la PKM la cargaba una muchacha de quince años—, y fusiles nuevos. Y como esa compañía era viejísima, tenía buenas armas; entonces hicimos cambio de la munición por las armas: a ellos les hacía falta munición y a nosotros, armas. Nosotros teníamos caletas de munición. Estábamos ya cerca de Popayán, como a dos horas. Entonces estuvimos tres meses por el Cauca.     Al regreso para Nariño nos echamos una noche en carro. Recuerdo que pasamos por un puesto de policía como a las ocho de la noche y luego llegamos a Ricaurte; ya estábamos en Nariño. Unos compañeros se fueron por el monte, otros en carro, pasamos por el puesto de policía y ellos se dieron cuenta pero no dispararon. Nosotros tampoco les disparamos, porque íbamos pasando; por allá en Nariño en los puestos de policía le tienen pavor a la guerrilla: si uno no les dispara, ellos no disparan.
    Después de eso me tocó pasar a un entrenamiento nuevo, de explosivos, para tropas especiales. A mí no me gustaba el explosivo, pero me tocaba hacer el curso porque era una orden, y el que tiene responsabilidad tiene que ver todo eso; y cuando uno pasa el entrenamiento, tiene que ir a dictarles entrenamiento a los que son combatientes. Estuvimos seis meses haciendo ese curso, y también hicimos uno de política en Popayán. El de tropas especiales era un curso privado, nadie podía saber qué se manejaba; era muy duro porque nos tocaba pasar descalzos por alambrados, nos hacían reptar por chuzos, colocaban explosivos y teníamos que desconectarlos; era muy peligroso. De ahí nos regresamos al campamento, y después ya seguimos combatiendo; tuvimos varios combates con el ejército y la policía. Luego nos campamentamos, y se llegó diciembre. Hicimos fiesta del año 2000; todos los diciembres se hacen fiestas allá, y el día de la inauguración de la guerrilla, el día que nació la guerrilla, también se hace fiesta. En esos días uno puede tomar trago porque los comandantes lo dejan, de ahí para allá no.     Pasó el tiempo y tuve otro novio. A él le dieron cargo de comandante de la compañía, y nos fuimos a campamentar por la montaña de Samaniego; el campamento era nuevo, lo estábamos comenzando. Un día mi novio me dijo: «Catalina, vamos para afuera», pero no me dijo a qué. Adelante me contó que íbamos a recoger al comandante de los frentes y a su esposa. Nos reconocimos con ella, porque hacía dos años no nos mirábamos; la cuchita, como de más de 30 años y toda buena gente, me aconsejaba. El comandante iba a ver cómo estaba la compañía, cuántos hombres tenía y cómo había crecido; iba a darles informaciones a los muchachos, traía un reglamento nuevo que mandaba el comandante Gabino; un reglamento de cómo iba a ser ahora el comportamiento y cómo se iban a dar los cargos. Estuvimos con ellos y después él mandó hacer unos retenes. En una parte de Cumbal había un carro. Apenas nos miraron los que iban ahí, se fueron; nosotros les pitamos para que pararan, porque estaban sospechosos, y disparamos al aire, pero no quisieron detenerse. Después de media hora de corretiarlos pararon en un pueblito y les preguntamos que por qué no se habían detenido con los tiros, que por qué nos habían hecho gastar munición. Ellos dijeron que no habían escuchado, porque iban borrachos. Sí estaban borrachos, pero ¡cómo no iban a escuchar los tiros! Les quitamos el carro y les dijimos que nos lo íbamos a llevar para que se fueran unos compañeros. Se pusieron bravos, que no, que ahora nos metían el ejército. Mi novio les dijo que lo mandaran, que nosotros estábamos ahí para pelear y no para pasarla chévere, así les dijo, y que el carro se lo devolveríamos en cinco días. Ellos dijeron que sí, pero que no se iban a quedar con eso. «Mándenos el ejército», les dijo él. Y así fue.
    Al otro día mandaron una avanzada para un filo donde estaban unos muchachos nuestros, pero ellos petetiaban con el radio y no les salía. No podían comunicarse porque mi novio había cambiado la frecuencia. En esas llegó al campamento un señor, un compita, y me preguntó: «¿Dónde está el comandante?», le dije: «¿Por qué?», y me respondió: «Porque lo necesito para una razón». «Yo también soy encargada», le contesté. «Lo que pasa es que por allá está el ejército, están peleando», me contó. Nosotros acomodamos de una la remesa en los camiones, en los carros; subimos los radios de comunicación y todo. Yo le dije a una compañera: «Constanza, métale ese tiro al fusil que uno no sabe, de pronto por allá abajo nos pueden agarrar en emboscada». Así arrancamos y dijo mi novio: «Catalina, cuidado por los filos, mi niña; écheles ojo a los filos». Le respondí: «Sí, señor». Yo llevaba el celular de él, el radio de comunicación y el fusil. Nosotros íbamos de civil, o sea, íbamos con la camisa verde pero las otras muchachas que estaban encima del volco, encima de la remesa, iban con ruanas. Al que iba adelante, en la vanguardia, lo paró el ejército. Él iba en una moto; lo requisaron, y ya iba a arrancar cuando llegamos nosotros. A lo que llegamos detuvieron al muchacho, porque el soldado se quedó viéndonos asustado. No disparó, pero nosotros sí. Agarré el freno de mano de la camioneta y lo jalé, porque mi novio también quedó asustado, y salí a correr disparando. Nos atrincheramos detrás de la camioneta, pero las otras chinas no se podían sacar las ruanas ni podían bajar el fusil. Unos compañeros agarraron derecho por la carretera y nosotros cogimos por la montaña. Había un alambrado, vi que mi novio se tiró por ahí y lo seguí. Uno en el combate es capaz de tirarse por cualquier parte; nos tiramos y me tocó ir a respaldar a las muchachas y él a los muchachos. A los otros muchachos que agarraron por la carretera les fue mal; a unos los hirieron y a otros los mataron. Hubo uno que no alcanzó a salir de la camioneta y a lo que iba a sacar una granada se le explotó y le voló todo. A una muchacha le pegaron dos tiros y a otra china le dieron un tiro en la mano y un tiro en la espalda; al chino que iba en la moto le pegaron un tiro en el ojo, un tiro explosivo, y le quedó el huecote. Corrimos y bajamos por una montaña, y como eso estaba quemado, mi novio me decía: «Mi niña, hágale que ahorita nos mandan un granadazo y quedamos tiesos». «Pero¡cómo quiere que baje rodando si el portafusil se me enredó!», le contesté. Entonces le saqué la correa al portafusil y me quedé disparando. Al rato le dije a la compañera que iba cubriendo que me esperara, porque tenía que pasar un charco; brinqué, y cuando me di cuenta, alrededor mío ya no había nadie; mis compañeros ya habían subido al filo. Les gritaba por sus nombres y no me contestaba nadie. Escuchaba que ellos disparaban desde arriba y me fui caminando. Los soldados me dispararon mucho y yo también les disparé, pero al fin salí a un potrero donde se miraba todo. Hice como si no fuera conmigo, escuchaba los disparos pero me senté fresquera y como yo no vi a nadie al lado mío, me peiné, porque el pelo se me había enredado mucho; como tenía un gancho, una mariposa, me comencé a peinar. Tomé agua de la pimpina, como si no pasara nada, como si no fuera conmigo. Cogí aire y dije: «¿Será que soy capaz de correr hasta ese filo? Tengo que ser capaz, voy a agarrar en zigzag». Salí corriendo, pero los soldados me vieron y me encendieron con la ametralladora. Lo único que hice fue tirarme al piso. Los demás compañeros ya se habían ido por la carretera.     Cuando los miré iban lejos, como a seis curvas, y yo estaba en pleno combate. Me hice la muerta, me quedé como un minuto tendida. Luego levanté una pierna, levanté la otra y salí corriendo, y como había una casa al frente mío y al otro lado quedaba la carretera, me metí por esa casa y me cubrí con las paredes. Dejaron de disparar. Me tiré por un lavadero, de vuelta me dispararon, me tiré a la carretera y miré la camioneta que estaba voltiada y me puse a pensar: «¿Boto el radio de comunicación? No. ¿Echo esta granada a la camioneta? No, tampoco». Cargaba una puñaleta en el chaleco y dije: «¿Le corto la manguera y le meto la granada para que se queme eso? Tampoco», y me fui caminando. De pronto me di cuenta de que venían detrás de mí, alcé el arma y les mandé un rafagazo. Ellos respondieron. Mi novio estaba en una loma —supe que era él porque el fusil se le quedó en la camioneta y quedó con la pistola—, y comenzó a disparar mientras yo me escondía. A mi novio se le acabaron los tiros y los soldados me corretiaron, y yo corra por esa carretera, y qué solazo. Eran como las ocho de la mañana, y corra por esa carretera y dispare. Me atrincheré detrás de un tronco y ellos me dispararon. Después comencé a llenar el proveedor de la munición. Tenía balas pero las que llevaba en los tres proveedores ya se me habían acabado. Comencé a correr en zigzag otra vez, media hora me corretiaron y hasta unos soldados se regresaron porque no aguantaron; al final se quedaron diez persiguiéndome, y yo corría, los dejaba en una curva y seguía caminando como si no fuera conmigo, y los miraba y prendía la carrera otra vez, hasta que en dos curvas los dejé. En una loma yo dije: «Señor, ayúdame, que no me maten; ¿por dónde me tiro?». Había una ramada pero se notaba si uno se tiraba por ella. Miré el filo, donde teníamos caletas de armas y me pregunté: «¿Y si me subo por esa loma se notarán los rastros?». Agarré impulso, me tiré por una loma muy alta y al caer me golpié feo. Los soldados llegaron hasta esa parte y dijo uno: «Esas guerrilleras son arrechas para el plomo»; yo estaba cerca de ellos, escuchándolos. Comenzaron a disparar al aire para ver si yo les contestaba otra vez. Me reí y me acordé del entrenamiento que había tenido, y como llevaba un alicate en el chaleco, comencé a quebrar los montes con él, como si fuera pájaro: ta, ta, ta. Me eché toda la mañana y toda la tarde hasta las cinco, y no era una loma larga sino cortica. 
     Así bajaba despacito. Ellos ya se habían ido, pero seguí despacito. Bajé y coloqué el fusil con cuidado, pero como se me había trabado, se había encasquillado, se le subió el cerrojo. Se me enfrió la sangre y después ya le monté tiro al fusil, suavecito. Bajé por una quebrada, encontré un palo que tenía un hueco y dije: «Aquí me voy a quedar dormida hasta el amanecer». Pero después pensé que no. Eran como las doce. Subí la montaña, despacito —era una montaña recién quemada que tenía unos palos cruzados—, reptando, arrastrada; me eché hasta las cinco, y después salí. Había unas cabuyas con chuzos, pero con tal de salir de ese monte a mí no me importaba. Me chucé, pasé un alambrado, estuve en la carretera pero no podía ubicar cuál carretera era. Encontré rastros y me fui por un filo, con cuidado, iba bien pilosa. Caminé hasta las seis y media, cuando me di cuenta de que había un pelotón por allá arriba. Pensé que eran mis compañeros y como había uno con ruana encima, dije: «Ese es Pedro». Le iba a gritar, pero no, pensé. Alcé la mano para llamarlos y estaba en esas cuando me di cuenta de que eran soldados; lo supe porque no se mostraron contentos de que yo saliera. Dije: «Me entrego y descanso, porque ya no puedo más».
    Seguí caminando y bajó un soldado que me preguntó, aún de lejos: «¿Se va a entregar?». Le respondí: «Sí, me voy a entregar». «Chévere», respondió. Me quité el fusil, lo entregué y llamaron al comandante. «Aquí hay una —¿cómo nos dicen ellos?— bandolera que se entregó». Me bajó, me atendieron, me dieron gaseosa, agua y galletas. Yo no les comía nada porque iba muy cansada. Lo único que hice fue sentarme, quedarme ahí como muerta.
    No sabía si me iban a matar. Un soldado que ya había pasado escuelas —los demás eran rasos—, me dijo: «¿A usted no le da miedo que la matemos?». Le contesté que no. «Todos nacimos para morir», le dije. Comentaron: «Como arrecha la vieja, ¿no?», y otro dijo: «Si hubiera estado en el momentico que usted se entregó, la habría pelado». Le respondí: «Si usted me hubiera matado, usted también moría a plomo». Llegó el comandante y le dijo: «Usted cállese y se me va».
    Estuve conversando con el comandante, se quedaron los que estaban en esa escuadra y todos se peleaban por tomarse una foto conmigo, para tener recuerdo de La Chiqui; así me pusieron. Trajeron la cámara y me pasaron la ametralladora que tenían, que estaba cargada; y un soldado dice: «Quítenle las cananas que ahorita nos rafaguea». Le respondí: «Qué los voy a rafaguiar, una mujer contra todo un pelotón... Ni porque fuera Rambo».     Los que estaban allá eran casi todos negros, había apenas cinco blanquitos; entonces trajeron a unos señores que se encargaban de anotar la información. Me preguntaron que cuántos años tenía, les dije que quince; que cuánto tiempo había estado por ahí, les dije que tenía diez meses apenas; y que si tenía cargo, les dije que no; y qué cómo me habían llevado, les dije la verdad. Ahí había soldados que me conocían. Uno me dijo: ¿Por qué nos traicionó?». «Yo no los traicioné —le respondí—, a mí me llevaron obligada. Si quiere hable con mi primo; algún día se lo va a encontrar y le va a decir que a mí me llevaron». Me preguntaron que para dónde habíamos mandado la comisión, les dije que yo no sabía. Después me trasladaron para el batallón. Yo iba entre muchos soldados y me imaginaba que ellos eran los que habían matado a mis compañeros en el combate; se durmieron y yo iba despierta. Pensé: «Si me duermo, aquí me bajan y me matan». Todos se durmieron y dejaron los fusiles tirados por ahí. Pero venían seis camiones de ejército atrás y adelante iban cuatro. 
    Creo que los muchachos a los que nosotros les quitamos la camioneta eran soldados. En ese tiempo, al campamento donde nosotros estábamos, iban unos muchachos que no eran del pueblo; en el batallón llegué a ver uno. Me le quedé viendo con cara de brava. «A éste lo conozco», dije para mí.  Me atendieron bien, para qué. Dormí en una oficina y me tuvieron cuatro días en el batallón. Después me iban a mandar por ocho días al Santo Ángel, una institución donde había niños drogadictos, hasta que me ubicaran bien. Mientras tan to mi familia me iba a visitar. Como mi hermana vive detrás del batallón, ella me iba a ver. Me llevó ropa, cosas que a mí me hacían falta; me trajo hasta unas cremas porque al tirarme por un piedrero se me había roto el camuflado y me había raspado las piernas, la cola, los brazos, todo. Los soldados estaban amañados conmigo, recochábamos cada rato; yo la pasaba chévere en ese batallón. No me quería ir a esa institución con gente drogadicta, qué pereza.
    Allá me recibió una señora que me dio moral y me motivó a quedarme los ocho días. Me aconsejó: «Usted no les diga que está porque es guerrillera; nada de eso; dígales que está por hurto, por nada más». Mi mamá me había mandado una cadena de oro, pero la monjita me dijo: «Déjela aquí, porque a la que llega le quitan todo». Me quedé sólo con una cadena de esas que venden por ahí, que había comprado en 5.000 pesos, y un Che Guevara que me habían mandado del Cauca. La primera pelada que me encontré me dijo: «Vos ¿por qué estás aquí?». Le dije: «Por hurto», pero solté la risa. Y ella: «¿Por qué te reís?». Y yo: «Por nada, me acordé de algo que me pasó el día que me robé el televisor». Pero ella ya estaba sospechando algo, incluso me preguntó que por qué no hablaba como ellas. Allá se hablaban de pirobas y se trataban muy duro. Yo lloraba, porque nunca había recibido ese trato tan feo. En la guerrilla se tratan de primos, colegas, compas, camaradas, cuñados, y no se escuchan palabras groseras sino en los combates.       Me daba cuenta de que a ellas les tiraban la droga por encima, por el patio, pero las monjas no sabían. Ellas las encerraban y las peladas comenzaban a meter en los baños. Y yo con miedo decía: «Ahorita cogen y me meten un puñalazo». Yo les decía a las monjitas que no me amañaba, y ellas me respondían que preferían tenerme a mí y que las otras muchachas se fueran. Yo me ponía a leer unos libros que ellas me prestaban y la pasaba chévere.      Un día se me salió el Che Guevara y una china lo vio y me dijo: «¡Ah, vos sos guerrillera, porque los guerrilleros no más cargan eso!». Le dije: «Qué va, por allá en donde vivo la mayoría carga esto. Yo no sabía que era el Che Guevara». Pero se quedó viéndome y me dijo: «Vos sos guerrillera, vos fuiste la que salió en el noticiero; vos sos la misma, vos saliste de espalda». Eso era cierto, pero se lo negué y se calmó. Hasta que un día ya me fueron a llevar. Salí a las cinco de la mañana, pero las muchachas no se dieron cuenta porque las monjitas las dejan encerradas con llave en la noche.     Durante ese tiempo todo el mundo estaba pendiente de mí. Me llamaban del batallón a ver cómo estaba; la juez me llamaba, la defensora de familia me llamaba a cada rato; que cómo estaba, decían; que si estaba aburrida. Les contestaba que quería irme rápido, y ellos que tranquila, que ya iban a comprar los vuelos. Lloraron en el aeropuerto cuando me fui, eso fue en septiembre, el 9 de septiembre, en ese tiempo pasó lo de las torres allá en los Estados Unidos. A mí me dijeron en el batallón que me iban a dar estudio, que me iban a ayudar. Me subieron al avión, y a las muchachas que iban repartiendo —¿cómo es que se llaman?— a las azafatas, a ellas les dijeron quién era yo, les entregaron los papeles y les advirtieron que me pusieran cuidado. Viajé con ellas y ellas me hacían conversa, me miraban y se reían, y entre ellas conversaban; decían que yo era guerrillera, y yo me les reía; me atendieron bien. Llegamos a Cali y después pasamos a Bogotá. Ingresé a una institución y he estado ya en varias casas. En la actual llevo ocho meses, desde diciembre. Por acá estoy bien, pero me pongo a pensar en el día en que me manden para la casa, porque yo no me quiero ir para donde mi familia. Quiero vivir acá, por cuenta de mi familia. Tampoco quiero vivir en las casas juveniles. Lo que quiero ser en la vida es cantante, es lo que más anhelo. Ahora estudio en el colegio y me va bien. Quisiera quedarme viviendo por cuenta mía, pero el problema que tengo ahora es que estoy enferma; a veces en el colegio tengo que sentarme en la primera silla, porque estoy mal de la vista. A veces tengo que acercarme al tablero más que mis compañeros, porque no alcanzo a ver de lejos. En la guerrilla me llevaron a exámenes y me iban a comprar las gafas; el comandante me dijo, chistiando: «Le voy a comprar las gafas, pero se queda por otro tiempo aquí». Mi novio me dijo, entonces: «Dígale que no se las compre, que yo se las voy a comprar». En la casa anterior también me las iban a comprar, pero me trasladaron. Y acá espero que por fin lleguen. Ahora también estoy haciendo curso de panadería y otro de computación en el Sena. El de computación me gusta mucho. Al principio éramos varios los que íbamos, pero ahora somos pocos. Me gusta aprovecharlo.

HISTORIAL DE LOS NIÑOS EN LA GUERRA II


HISTORIAL DE LOS NIÑOS EN LA GUERRA

por Guillermo González Uribe


"ME CRIÉ CON LAS MILICIAS, PERO AHORA QUIERO SER AUTÓNOMO"

SEGUNDA PARTE


Es un moreno alto, bien plantado. Tiene ojos penetrantes; mira y habla con firmeza. Es un ser trascendente, serio, de una sola pieza, echado para adelante. En su nuevo hábitat, una de las casas juveniles, se encuentra bien instalado. Hablamos de su gusto por la lectura y comienza a sacar libros de su armario, uno por uno, con cuidado, cual tesoro, y minutos después de hablar de la guerra y de la muerte se refiere con intensidad a las Cartas a un joven poeta, de Rainer María Rilke. Como recuerdo de su vida anterior, guarda un cuello de camisa militar.
Cuando era pequeño me la pasaba caminando mi tierra, el Urabá antioqueño. En esa época no estudiaba. Únicamente me enseñaron a leer. Me la pasaba recorriendo caminos, cuidando, transportando. Cuando hacía parte de las milicias de las FARC cuidábamos mucho esa zona de Urabá. Fue una experiencia buena, me gustaba lo que hacía; la verdad es que no me arrepiento. Hacíamos labores militares, se cuidaba, se andaba, cumplía misiones. Obedecía órdenes, lo que mandaran siempre: unas cosas que se pasaban de lo normal y otras que sí eran justas.
    Estaba en el Urabá, pero me trasladaron a Medellín. Allá teníamos tropeles con la policía, con las bandas y con las autodefensas. En cambio, en Dabeiba y Mutatá peleábamos por territorio. Al principio me daba como vaina, pero ya después uno se acostumbra. Estando armado unas veces se pierde el miedo, otras no.
    Estuve en la guerrilla desde los siete hasta los quince años.
    Mi padre estaba en la guerrilla y murió en combate cuando yo tenía siete años. Las milicias me criaron y las FARC me terminaron de parar; el resto lo aprendí por aquí en los hogares. Salí de la guerrilla por dos razones: yo estaba mal, enfermo, con un problema que tengo en la columna, y nadie me entendió. Lo otro fue un problema con un comandante. Las dos cosas me aburrían, me hacían sentir mal. En la columna tengo una desviación, seguramente por cargar el peso del equipo. Lo que ocurrió con el comandante fue que una vez casi lo mato, pero sin intención. Se me disparó un arma y casi le meto un tiro. El man quedó asustado, desconfiando, pero nada, yo no tenía qué ver. Siempre me dio desconfianza porque prácticamente seguimos de tropel: él me encañonaba y yo le hacía otro tanto, jugando, pero en serio. Entonces dije: «Esto se va a volver de verdad, en un combate me puede matar o en qué momento me hace algo y yo le doy».
    Decidí irme por mis propios medios, pero siempre tenía miedo; la idea mía era salir bien de allá, devolver después todo lo que me llevara. Por el camino no aguanté más, me tocó botar el equipo, era incapaz de cargarlo. Me quedé sólo con cosas muy livianas, pero me tocó detenerme porque no era siquiera capaz de seguir caminando. Me tuve que entregar, con miedo y todo, porque pensé: «Estos manes me van a matar». Sentí valentía y les dije: «Me voy a entregar, estoy enfermo, estoy mal, llevado». Entonces me les entregué a la salida de un combate, me desvié por allá en Cantagallo, Cudinamarca.



Llevo ya cuatro años en este programa y tengo 18 de edad. Aquí he estudiado. He aprendido bastante porque me resulta fácil. Estoy contento porque todo lo que me enseñan cada día lo aprendo, me gusta y es bueno. No es que sea facilista, sino que todo se me queda. Me siento muy bien y me da orgullo estar por acá. Estoy estudiando, voy en sexto y tengo un proyecto de vida que me va a apoyar la OIM: es una panadería. Después de salir de la guerrilla tomé un curso y me quedó gustando. Seguí haciendo pan y hoy en día me defiendo; no es que sepa bastante, pero sé trabajar y por eso mi planteamiento fue crear una panadería. Me junté con mi amigo Javier, y ya Corfas nos está ayudando con los trámites y lo demás.
    Yo confío en Javier, es un chino muy chévere y somos como hermanos. La verdad es que yo fallo en algo y él de una vez me dice: «¡Pilas, Iván!», y me cae de una; si él falla, yo le digo: «¿Sabe qué?, hermano, usted está fallando, mire a ver si se pone las pilas». Con cariño, sin agresiones; de pronto las palabras con voz alta, pero sin ofendernos.
    La vida mía ha sido dura, pero hay que echar para adelante. Como ha sido mala, también ha sido buena. Me gusta como soy y también me gusta como pienso. La idea mía es mejorar: pienso dedicarme al proyecto y seguir estudiando, pero ya será de noche.
    Pero en este país los grupos alzados en armas están en guerra, y la guerra va a seguir. Se terminaron los diálogos con las FARC y qué embarrada, porque les están tirando a las ciudades y eso daña muchas cosas. Yo conocía mi tierra cuando era muy pequeño y veía cómo era de buena. Hoy en día la dañaron; han dañado lo que era especial en esos lugares, en los pueblos, a punta de guerra. Lo dañan los grupos armados, ninguno se salva. Ahora a la gente le da miedo y por eso hay muchos desplazados y mucho desempleo. Recuerdo mucho la guerra. Si tengo la comodidad de dormir encogido, así amanezco. Si me extiendo, me echo a soñar unos sueños, que son como pesadillas, pero que a la vez son una realidad. Sueño otra vez en la guerrilla, peleando, que me están corretiando, que me van a matar, que me están matando o que estoy matando a alguien. Sueño de todo: con espantos, con gente querida, antigua, hasta gente que ni siquiera conozco. Sueño muchas cosas y siento como si me estuvieran jalando los pies, pero me despierto y no es verdad, sino que es sueño. Entonces me da miedo, de una vez me paro y comienzo a andar por ahí, a rondar, o escucho música, o me pongo a hacer ejercicio, porque de ahí en adelante ya no soy capaz de dormir, ya me quedo despierto.
    La verdad es que matar no es algo que a uno le nazca de la cabeza, sino que le dicen: «Mate a Fulano», y si uno no lo hace genera desconfianza en el grupo. Lo pueden quebrar por esas desconfianzas que le cogen: si no fue capaz, está colaborando con el enemigo, colaboración involuntaria o voluntaria; uno siempre teme eso. Pero no es que le salga a uno del corazón hacerlo.    Me pongo a pensar que soy una persona intolerante, pero eso no quiere decir que llegue y listo. Soy intolerante y si alguien me hace dar rabia no es que «espérese tantico y...» No, me da la rabia y me tranquilizo. Si pasan cosas mayores, por ejemplo en la calle, si veo algo y se me sale de las manos, algo toca hacer, pero que me nazca así, no. La vida no es de nadie, ni la de uno siquiera, y solamente Dios es el que tiene derecho de quitarle la vida a uno o al otro. La vida se le acaba a uno cualquier día, pero eso no quiere decir que uno se pueda adueñar de la vida de otro. Pienso más bien que con el diálogo se arreglan las vainas. 
    Me gusta mucho leer, la literatura me gusta bastante. Tengo libros que me han regalado: de poemas, de historias, de cuentos, de todo tengo libros. Me gusta leer historias, poemas de amores, poemas de historias, cuentos... Mire, tengo estos libros: Mientras haya vida, Cómo ser poeta, Cartas a un joven poeta, de Rainer María Rilke, y Doce cuentos peregrinos, de Gabriel García Márquez. Tengo también Amistad y Matrimonio y sexo. Una buena amiga me regaló este libro, Cartas de amor, que fue el primero que tuve, y un educador me dio esta Biblia.
   Ya he leído dos veces el de las Cartas a un joven poeta. Me gusta bastante cuando Rilke comienza a hablar con Kappus, el joven poeta, le cuenta toda su experiencia, y entonces el joven le manda cartas diciéndole que él también quiere ser poeta, y el maestro le manda a decir —ellos están en diferentes países—que escriba cosas que le nazcan del corazón, pero que no escriba, por ejemplo, de un noviazgo, sino cosas que le nazcan de la mente, o sea, como enseñándole a ser sabio. A lo último, cuando Rilke muere, el joven poeta se encuentra con otro, le dice que es autónomo, que lo que él escriba es de él porque le nació a él y que él no tiene por qué escribir o hacer lo que los otros le dicen... Kappus era un cadete, yo un miliciano.
    Sí, sí me tocó cuidar secuestrados. Eso me ayudó a despertar, pues ellos le decían a uno cosas, le daban consejos para encontrar caminos de tomar decisiones, para ser una persona autónoma pero que también se refleja en otras personas. Cuando alguien me dice cosas yo pienso, y lo bueno es pensar. Si uno tiene un amigo y resulta que esa persona es un tipo que lo lleva por el mal, pues uno piensa y dice: «No, este man qué, nada; este man no me sirve». Si es alguien que le dice a uno cosas que le sirven, uno reflexiona y le pone cuidado.
    En la guerrilla era un chinito que no sentía tener cosas mías, y yo quería algo para mí. Recuerdo un día que nos mandaron a un territorio de autodefensas en Cundinamarca, íbamos no más cinco. «Métanse allá y pilas, anden en la noche despiertos y no se vayan a colgar porque el que se cuelga se muere», nos dijeron. Eso fue adentro de Villeta, por allá por La Peña. Salimos nosotros cinco a las diez y llegamos a las dos de la mañana. Nos sentamos a descansar, empezó a lloviznar y luego se largó a llover, pero nos habían dicho que no lleváramos carpas ni nada, así que sólo teníamos una carpa chiquita y una toallita. Armamos esa carpita en un sitio bonito y tranquilito, pero se vino un arroyo y se nos metió el agua. ¡Ay, Dios mío! Y uno con todo ese peso y la ropa mojada y en medio de un pantanero. Parecíamos cochinos revolcados y hacía mucho frío. Nos provocaba llorar, y se sentía uno muy mal. Eso es berraco.
    Amigos allá no tenía. Compañeros sí. No como acá con Javier, que es de confianza total. Aquí hay mucha confianza con estos chinos, se puede hablar, se puede dialogar.
    Allá uno puede tener novia, puede tener una relación. Yo tuve una, pero todo se acabó cuando me cambiaron para Medellín. Aunque allá no le dicen novios, allá se dicen mozos, mozo y moza, mozos o socios. Nosotros podíamos hacer el amor, pero con permiso: «Permiso, mi comandante, necesito dos horas para tal cosa». Ellas utilizan una T, porque allá no se puede tener chinos, perjudican al frente y a la persona. Si quedan embarazadas las hacen abortar, y eso es triste. A mí no me gustaría.
    En las milicias urbanas en Medellín era distinto; a veces uno tomaba licor. Los mismos civiles se encargan de invitarlo; como que uno se roba el cariño de las personas. A veces se bebía, pero si nos cogían nos metían sanción. Y si uno, por ejemplo, sale a una misión y bebe, y como a uno lo meten en partes muy peligrosas, donde lo cojan y esté borracho, ¿qué va a hacer?
    En las comunas de Medellín vivíamos en una casa, pero prácticamente dormíamos más por fuera. A la casa solamente llegábamos y nos cambiábamos; andábamos vestidos así, común y corriente, pero armados. Uno estaba pendiente a ver qué le mandaban decir, qué misión le ponían a hacer. Y trabajos de guardar, almacenar. Andábamos armados pero nunca robábamos, eso es algo que el mismo movimiento se encarga de acusarlo a uno si lo hace. Allá conocí a un grupo de milicianos que la embarró: los manes atracaron una finca y pailas, a todos los mataron; la misma guerrilla se encargó. Como yo era un peladito, qué iba a andar con ellos por allá robando. Yo decía: «Tengo que estar aquí, el sitio mío es éste, yo no me puedo salir de acá, a mí no me han dicho nada». Porque también llegaban muchachos de 18, 19, hasta de 15 años, y todos locos se iban a robarle a otro más pobre que uno; el ideal de nosotros no era ese. Por hacer eso mataron a un muchacho.
    En medio de todo, he sobrevivido. Cuando Dios lo tiene a uno para algo es por algo. Imagínese que yo estoy limpio: no tengo ni siquiera un rasguño en el cuerpo. Me pongo a pensar que yo, en caso de algo, me le puedo medir a otro a plomo; no es que no sienta miedo, pero yo soy berraco. En cambio con otro a cuchillo no me le mido. A las armas blancas hay que tenerles miedo, toda mi vida he dicho eso; en la guerrilla también. No soy capaz de matar a otro a cuchillo, porque el que a cuchillo mata, a cuchillo muere.
«LA ORDEN ERA QUE TOCABA
PICAR A LA GENTE»
Es un joven grande, acuerpado. Habla casi en voz baja, tiene una excelente memoria y es un buen narrador. El suyo es de los testimonios más fuertes y desgarradores. Bajó al infierno y está de nuevo en la Tierra. O el infierno está aquí, a la vuelta de la esquina, y no nos damos cuenta.
Desde chiquito, como a los ocho años, empecé a agarrar malos pasos, a coger la calle y a robarme cosas. Me pusieron en un colegio pero permanecía más afuera que adentro; casi no estudiaba y me maltrataban, hasta cuando me fui del todo para la calle, con nueve amigos. Con ellos empecé a chupar gasolina y después bóxer. Tenía nueve años y era el más pequeño de todos. Robábamos, aunque yo casi no participé en eso. Dormíamos en la calle, en cajas de cartón grandes; ahí nos metíamos y pasábamos la noche como si estuviéramos en una cama. Acompañaba a los amigos para dondequiera que iban, y me ganaba para la comida, por ejemplo, cargándoles las maletas a los pasajeros de los buses que llegaban. Después me iba casi todo el día a bañarme en una represa; si tenía plata comía pan y gaseosa, y si no, pues no. No volví donde la familia porque cada vez que llegaba me daban severa muenda. Me pegaban con cables o con lo que encontraran por delante. Les cogí más miedo desde una vez que me colgaron. Yo estaba en la calle, me los encontré y me dijeron que me fuera para la casa, que no me iban a hacer nada. Llegué y, como estaba cansado, me cogió el sueño; cuando sentí era que me estaban amarrando las manos, me colgaron de una viga y me tuvieron diez minutos. Eso fue una tortura. Cuando ya crecí —llegué a los diez años—, me fui con mi madrina y estuve con ella un año; nos fuimos para Puerto Lleras, Meta, zona cocalera y zona guerrillera. Allá aprendí a trabajar en el campo. Ella me pegaba, pero ya con razón, cuando hacía las vainas que no debía; me reprendía como cualquier señora con sus hijos. En cambio, con mi mamá y mi padrastro me mamaba tres o cuatro muendas en un día. Soy de Villanueva, Casanare, y tengo 17 años. En la familia somos cinco hijos: dos mujeres y tres hombres. Cuando les sale, mi mamá trabaja como ama de casa y mi padrastro en la construcción. A mi papá no lo distingo, nunca lo conocí. Mis hermanos son todos hijos de mi padrastro, yo soy el único que no.
    La primera vez que vi a un grupo de paramilitares armados fue cuando estábamos con mi madrina sembrando plátano, colinos de plátano, y llegó el grupo a la casa. Yo no sabía qué hacer: si correr, quedarme quieto o esconderme. La reacción fue quedarme quieto, del miedo; siempre veía por las noticias que llegaban a una casa y mataban. Un muchacho de ellos era amigo de mi madrina; entramos en contacto y me quedaron como gustando. Miraba las armas, las cogía. En ese tiempo tenía doce años. Ellos se fueron.
    Pasó un año y me devolví para mi pueblo, donde mi familia, pero me tocaba muy duro. Trabajaba de lunes a viernes en el palmar, en las palmas de aceite, y sábado y domingo en la plaza. Casi no descansaba y no me trataban bien. Me echaban de la casa a cada rato y me empezaron a cobrar la comida:
2.000 pesos diarios de alimentación. Y como no me quedaba tiempo para lavar, mi mamá me cobraba también la lavada de la ropa; pagaba 55.000 pesos quincenales y me ganaba solamente 70.000 trabajando. Casi no me quedaba nada, y me tocaba comprar mi ropa y las sábanas. Para dormir enterré cuatro palos en una pieza desocupada que había; atravesé unas tablas y puse siete costales: ahí dormía, mientras que mis hermanos sí dormían en full cama. Yo era el malo del paseo; la ropa que tenía era vieja y rota. Los domingos me iba como a la una de la mañana para el matadero a ver qué podía coger regalado por allá. Hasta cuando cumplí los catorce años: me encontré con unos manes del grupo paramilitar y les pedí que me llevaran. Al principio dijeron que sí, pero después no me querían llevar porque yo era muy pequeño; que no aguantaba con un equipo, decían. Insistí y a lo último aceptaron. Me invitaron a quedarme donde ellos dormían, que era en un putiadero, donde habían conseguido unas peladas, pero a mí me dio vaina, así que me fui para la casa y al otro día volví. Yo todavía no había estado con mujeres.
    Al llegar al otro día —quedamos de encontrarnos a las diez— ellos ya se habían ido. Me fui corriendo y los alcancé cuando iban a coger la buseta, entonces me preguntaron que si ya había desayunado. Les contesté que no —ya iban a ser las once—, así que me dijeron que fuera a desayunar, que ellos me esperaban. Ya no les creí. Hice como que cogía para abajo pero cogí hacia arriba y vi que pararon una buseta y se subieron. Cuando pasaron por el frente paré la buseta, los miré y les dije: «¿Qué pasa? Me llevan ¿o qué?». Entonces ellos ya dijeron: «Súbase». Llegamos a Monterrey y ahí nos bajamos. Yo no conocía y me pareció un pueblo muy bonito. Visitamos amigos de ellos y a lo último cogimos un bus y nos fuimos. Anduvimos como media hora y nos bajamos a la entrada de una carretera destapada. Me dijeron que yo no era capaz de caminar todo el trayecto que faltaba. Nos bajamos como a la una y empezamos a andar, eran las cuatro y todavía andando y dele, dele y dele y yo no me les quedaba; yo era detrás de ellos, y ellos a paso largo; mientras ellos daban un paso yo a veces daba dos y, si me quedaba, me tocaba trotar para alcanzarlos, y así dele, dele y dele.
Llegamos a un sitio donde había un carro que nos cargó hasta un pueblito que se llama Gaviotas. Luego fuimos a una finca donde ya había gente armada y gente de civil, normal, pero con pistolas. Ahí estaban los que permanecían en el pueblo, o sea, los de la especial, los que hacían la limpieza en los pueblos, los que se cargan a las personas: los sacan y los matan. Ahí me dio miedo. Me mostraron una casa y dijeron que me fuera a dormir, pero del miedo que tenía ni siquiera me quité los zapatos. Me dieron una cobija, me acosté, me arropé de pies a cabeza, y ahí quedé hasta el otro día. Me levanté, me cepillé, desayunamos, nos montaron en un carro y nos fuimos.
    Llegamos a otra finca donde ya todos estaban uniformados y había armamento de largo y de corto alcance.
Allá volvieron a preguntarles a mis amigos que para qué habían traído un niño. Uno de ellos me recibió y empezó a hablarme,
a darme consejos, que la verdad era mejor que me fuera, que no sufriera, que ellos me daban la oportunidad de que me devolviera. Y yo que no, que no me iba, que ahí tenía que quedarme. A lo último me dijeron: «Pues, listo». Yo iba con el pelo largo; me peluquearon, me dieron ropa camuflada para que me vistiera y me volví amigo de ellos, sobre todo de La Rata y de Escorpión. Iba con ellos para todas partes, incluso me llevaban a que les hiciera cruces con las novias. Poco a poco me fueron enseñando a desarmar y a armar un fusil y a aprenderme los nombres de las partes. Mis amigos eran escoltas del comandante. Un día les dije que yo quería hacer un tiro. Me dieron un cartucho, lo cerrojié y quedó el arma cargada. Me dijeron: «Roberto, péguele al mango que está ahí». Le apunté al palo pero no me di cuenta de que detrás había una vaca. Disparé, el tiro traspasó el palo y le pegó a la vaca.
    Bueno, así empecé a coger práctica. A lo último me pasaron un fusil y me mandaron para otra finca. Llegué y ya no miré ni dos, ni tres, ni cuatro sino que eran 85. Dondequiera que miraba, había gente uniformada, armada y con equipo. Ese día me dieron otro camuflado, botas y una hamaca. Como a las cuatro y media de la mañana me despertaron para hacer la guardia; recibí el turno de cuatro y media hasta las seis de la mañana. Cuando acabó el turno, me llevaron el desayuno en un porta, allá lo llaman el menaje, y me dijeron: «Lleve el menaje», pero como no sabía cómo se hablaba en el grupo, no entendí qué me quisieron decir con eso; no llegué a pensar que le llamaran menaje a la comida; yo entendí homenaje y pensé: «¿Será que le toca a uno rezar o qué?». A lo último me puse a rezar.
    Nos fuimos y me tocó la primera patrullada. Cruzamos un cañito en una canoa y llegamos a otra finca donde me pusieron a cocinar. Empecé todo atortolado porque yo sabía hacer algunas cosas, pero no muy bien, como sopitas de pasta y cocinar yuca. Me tocó preparar un caldo, una sopa de pasta con carne y papa para los diez de la escuadra en que estaba. Yo era el más pequeñito de todos, y por eso me llamaban Mascota. Estaba atortolado porque me dijeron que al que dejara quemar las arepas o ahumar la sopa, al otro día le tocaba cocinar otra vez o irse de guardia. Y confundí los sabores: al caldo y a las arepas les eché azúcar y a lo último se me volquetió un poco de sopa entre el chocolate. Sin embargo, ellos se rieron, y a lo último me ayudaron a hacer el desayuno rapidito. Así fui aprendiendo a cocinar.
Al otro día me tocó ir a prestar guardia y me quedé dormido. El muchacho que me recibió me dijo que pilas, que no volviera a hacer eso porque al que encontraban dormido lo sancionaban quitándole la cabeza; ese era de los peores delitos que había, porque podía llegar la guerrilla y acabar con la tropa.
    Seguimos desplazándonos casi sin parar. Andábamos medio día, parábamos cinco minutos y volvíamos a arrancar. Así empecé a coger físico, a cargar maletas, fusil y todo. Fue cuando ya ingresé a los paramilitares. Anduve con ellos dos años. Estaba muy amañado allá. No es por nada, pero me trataban bien, me daban lo que necesitaba. Yo tenía, gracias a Dios, todo. La comida nunca me faltó, aunque había veces, andando, que tocaba una sola comida en el día, pero cuando llegábamos a donde se podía, comíamos a la lata.
    Ya empecé a desarrollarme bien. Cumplí los quince años y estaba más piloso. Había ingresado en 1999, y en diciembre de ese año nos tocó irnos para un operativo a Boyacá, el primero que hacía. A mí me decían que pilas, que la guerrilla, pero yo no les tenía miedo, no sentía nada, porque decían la guerrilla y yo los consideraba como animales, porque ellos no me decían que eran personas. Cuando miré un poconón de gente allá pregunté: «¿Esa es una guerrilla?». Me respondieron que sí. Los miré en el otro cerro y entonces dije: «Pero si es gente, son seres humanos, ¿por qué uno les va a tener miedo?». Y ya empezaron a dispararnos, y no paraban; duraron como dos horas disparándonos y nosotros no disparábamos ni nada; esperábamos que ellos siguieran. Nos gritaban, nos insultaban y había mujeres entre ellos que nos trataban mal —en los paras no había mujeres, aunque a lo último entraron algunas—. Ahí no peleamos, le pedimos apoyo al ejército, pero nos tocó salir de una porque el ejército se torció y nos iba a legalizar; mandaron llamar la aviación y nos iban a bombardear. Nosotros teníamos comunicación con el ejército, pero de ahí para acá dejamos de tenerla.
Luego nos fuimos a Santa Teresa, Boyacá. Ahí duramos como cinco días, y nos mandaron llamar al borde de la carretera. Cuando llegamos venían unas volquetas, venían carros, llegaron como diez y nos dijeron que nos subiéramos, que nos íbamos. Andábamos y en cada parte se iban abriendo carros, a lo último quedaron tres volquetas y nos fuimos para el Meta. Cruzamos por Villanueva, pasamos agachados y seguimos. El comandante dijo que al que levantara la cabeza, de una vez se la bajaba de un tiro. Y ese man decía la verdad: llevaba como doce años en el grupo y mataba a las personas riéndose. Después llegamos a una central, a un punto entre Puerto López y Puerto Gaitán.
    Por esa época mandaban los hijos del patrón, porque el dueño propiamente de todo estaba preso; un compañero lo hizo coger. A ese compañero le pegaron una matada que nunca le habían hecho a alguien. Lo cogieron, lo amarraron, lo torturaron, le sacaron los dientes con un alicate, hasta que no quedó ni uno; dentro de las uñas le metieron alfileres y a lo último le arrancaron las uñas y empezaron a quitarle partecita por partecita. Ya cuando empezó a agonizar, a lo último, lo metieron dentro de una caneca y le echaron llantas y gasolina, lo taparon y listo, se quemó. Cuando fuimos a mirar no quedaba nada, solo cenizas. Eso lo hicieron enfrente de todos. Fue la única vez que miré que mataron delante de todos, porque a todos nos reunieron, no dejaron ni guardias; dijeron que teníamos que estar presentes todos porque a la próxima que se repitiera una historia de esas, ya no acababan con el man sino con toda la tropa. Eso se lo hicieron por sapo. A la mamá no se la mataron, pero a la señora le dejan crecer los hijos varones sólo hasta los ocho o nueve años, y ahí se los matan. Ya le han matado como tres. Sólo dejan crecer a las mujeres. Ahorita, en este tiempo, ya una de ellas debe tener como veinte años.
    Después nos fuimos a una finca que se llamaba La Gloria. Ahí empecé a mirar gente nueva, hasta cuando ya nos formaron y nos dijeron que íbamos a pelear, que íbamos con todo. Unos pidieron que los dejaran llamar a la familia, pero les contestaron que no. En esos días fue cuando comenzaron a llegar hartos heridos, gente de un lado y otro; llegó gente de Carlos Castaño —el patrón mío no era ese man, era otro señor—, y empezaron a llegar los urabeños y los carranceros. Pero ya se había acabado el combate, que fue muy duro y quedó mucha gente muerta. Cuando nos tocó patrullar, encontramos huesos y más de un cráneo por ahí botado.
    Con los que yo venía se fueron, me dolió porque ya estaba enseñado a andar con ellos, pero me dejaron para hacer curso en la contraguerrilla donde estaban las peladas. No me convenció mucho porque me puse a pensar que cómo una mujer se va a igualar con uno, cómo va a tener la misma capacidad para correr, andar con equipo, con remesa para quince días o un mes. Pero las peladas eran sin agüero para todo. Eso se desnudaban donde estuvieran para bañarse. Al principio me daba pena, pero me fui enseñando y a lo último también me bañaba desnudo con ellas, pero no pasaba nada, porque al que iban encontrando aparte con una pelada lo iban bajando de una.




    Esa contraguerrilla era de 44 manes. Yo acababa de llegar del Casanare y los pelados que estaban allá me recibieron bien, y me fui enseñando. Ya de tanto patrullar se fue pasando el tiempo, y en septiembre del 2000 me llevaron a hacer curso. Llegamos a una base grande y empezamos a arreglar los obstáculos de la pista. Hicimos letrinas, limpiamos las trincheras, armamos el fogón, el aula, el economato, el rancho donde uno cocina y pusimos la manila para pasar al otro lado del caño. A los que llevábamos más tiempo nos dieron dos meses; nosotros salimos en noviembre del 2000. Cuando nos tocó pasar la primera pista fue normal, la segunda fue más rígida, la tercera más y ya después de la cuarta nos animaban a plomo; al que se saliera lo podían matar. En mi curso afortunadamente no cayó ninguno, pero en el curso antes de nosotros sí. El comandante se paraba y nosotros teníamos que agacharnos a la medida de la cintura y andar así; él ponía el fusil en la cintura y disparaba; en el curso anterior hubo uno que no se agachó, lo cogió por el estómago y cayó; de una vez lo remató en el piso. El instructor era un capitán retirado del ejército y los auxiliares, los mismos compañeros de nosotros, que ya llevaban más tiempo. Terminamos el curso y de una dijeron: «Los más antiguos salgan al frente». Había 85, dos contraguerrillas.
    Como a las cuatro llegó la volqueta y de una vez nos embarcamos. Paramos en una finca donde el comandante regional nos repartió dotación de todo: hamacas, cobijas, toldillos, camuflados, botas y armamento; nos dio el material de intendencia y el material de guerra. Seguimos en la volqueta y hágale. Yo iba contento porque me iba a volver a encontrar con la contraguerrilla donde había estado. De una llegamos allá, pero como a los cuatro días me tocó salir, me enfermé, me dio paludismo de tanta trasnochadera, de tantos mosquitos que lo picaban a uno, de tanta vaina, de tanto pasar por el barro arrastrándonos; a lo último yo tenía rayado el pecho. Entonces me llevaron a donde estaban los enfermos. Allá duré quince días porque, aparte de tener paludismo, estaba todo descuajado, con diarrea. Era una finca, pero ahí tenían todo lo necesario, como médicos y equipos.
    Después me sacaron y llegamos a una parte cerquita al pueblito que pasé cuando me vine por primera vez, a La Jungla, más acacito de La Cooperativa, Meta, que era un pueblo fantasma; no había nadie. La guerrilla lo acabó porque nosotros estábamos cerquita. Pero cuando volví a pasar ya había casas y hoy en día ya debe ser un pueblo, porque a pesar de todo, cuando miré, el pueblo estaba grande, ya había discotecas y encontraba uno lo que necesitaba, así no fuera fino, pero encontraba.
    Duré no más un día allá, porque nos mandaron a pelear en una zona cocalera. Otra vez nos montamos en unas volquetas y hágale. Nos fueron diciendo que la guerrilla estaba por ahí, que pilas; eso era cerquita de una petrolera y la guerrilla era la que peleaba por el petróleo. De ahí para allá no hay nada más, sino petróleo y sabana, ni gente vive en esas fincas. La guerrilla había quemado la petrolera y por eso la estaban reparando; encontramos rastros de que habían pasado por ahí. Al subir una loma, de repente los vimos de frente, ahí en la otra loma. Los manes estaban adelante encortinados —todos de frente—, esperándonos. Ellos eran como cien y nosotros apenas 50. Yo siempre me decía: «¿Por qué cuando vamos a pelear hay más guerrilla que nosotros?». Le pregunté al comandante y él me dijo que la guerrilla, así fuera con el ejército, cuando iba a pelear le gustaba estar con más gente; si no, no se metía, salía corriendo.
En esas todos se botaron de las volquetas y yo fui casi el último. Cuando di la vuelta, caí en cuatro patas y me di con el fusil en la nuca; quedé tonto. Arranqué por un lado que no era y me tocó devolverme. Me paré, desaseguré el fusil y nos fuimos encortinados, dejando como de a diez metros entre uno y otro, para que si tiraban un rafagazo hubiera tiempo para botarse al piso, porque si uno va amontonado hasta con un tiro pueden matar a dos personas —más adelante le cuento la historia de un tiro de esos—. Seguimos y yo vi la tierra toda limpiecita, como la dejamos nosotros cuando ponemos minados, y empezamos a mirar y vi unos turupitos, y al lado como si hubieran excavado. Le dije al comandante que pilas, que estaba minado, que no nos confiáramos, pero el comandante, de lo atortolado que estaba, no se dio cuenta ni escuchó. Nos alcanzamos a atrincherar y de una nos encendieron. Ellos empezaron a boliar y nosotros les respondimos. Ahora me acuerdo de que el comandante de toda la tropa se quedó escaneando la comunicación de la guerrilla. Uno le decía al otro que no se preocupara, pero que no se fuera a ir de ahí, que cómo se iban a dejar sacar 100 caballos (se decían caballos en clave y a nosotros vaqueros) si había menos vaqueros. Pero le respondió que nosotros íbamos como leones encima de ellos y que no iban a esperar a que los matáramos. A lo último le dijo que él se iba, pero que tranquilo, porque dejaba unas yuquitas enterradas —las yucas son las minas— para los de negro. Nosotros entonces vestíamos de negro y llevábamos un brazalete, primero de las AUC, Autodefensas Unidas de Colombia, y después de las ACC, Autodefensas Campesinas Colombianas. Seguimos adelante en esa vuelta y los primeros que llegaron a la lomita vieron una jeringa enterrada, que era una mina. Entonces pasamos por los lados de la loma y no nos montamos por encima; seguimos y había otra loma más adelante, la revisamos y avanzamos. La guerrilla se había ido de ahí, salieron corriendo. Más adelante estaban en las otras lomas. Nos situamos con el remplazante, quien era el que tenía el Galil, que es un arma mil veces más dura que el AK-47. Yo disparé como siete veces y vi al del Galil que apenas miraba y apuntaba. Al rato, pum, sonó su primer tiro y cayó un guerrillero; el que iba adelantico corriendo se devolvió, seguro a quitarle el fusil, porque ellos no dejan armamento botado; entonces sonó el otro tiro de Galil y quedó también. Al otro día, cuando fuimos, estaban los dos ahí. El Galil es lo mejor: tiene balas grandes, 7.62, de largo alcance, pero el ejército casi no carga ese armamento, porque si entran en combate y llegan a coger a un guerrillo que haya quedado muerto o herido con un tiro de ese calibre, de una vez cae Derechos Humanos, porque ese tiro entra y vuelve todo nada. El combate se acabó como a las siete de la noche. Estábamos cansados de correr y pelear, y del peso; yo tenía granadas de mortero, el fusil y la munición, y por eso iba mamado. Me acosté boca arriba, a no pensar en nada, con los ojos cerrados, cuando sonó severo bombazo. Abrí los ojos, miré hacia atrás y vi como unos bultos que se levantaron. Cuando fuimos a la recogida encontramos a un compañero con las piernas mutiladas por la mina, porque él se sentó encima; al otro lo abrió por el medio de las piernas hasta el pecho, y el otro tenía un brazo vuelto nada. Eso fue el 2 de noviembre del 2000. Al otro día seguimos, pero yo cogí detrás de un muchacho, y donde él pisaba, yo pisaba, porque no quería correr el riesgo de que de pronto también me levantara una mina. Después ya nos devolvimos y nos repusieron la dotación que habíamos gastado, y cogimos a pie, andando día y noche como tres días. Fuimos a otra zona donde había guerrilla. Los esperamos y les pusimos dos minas que construimos con ollas express, pero como no llegaron, nos fuimos. Cuando nos fuimos, ellos llegaron. Nos encendimos después sólo con tres de ellos, pero no se dejaron matar así de fácil, aunque nosotros éramos 40. Después les cogimos el armamento y nos fuimos; nos devolvimos ya cansados y sin remesa.  Descansamos cinco días y después a patrullar por los Llanos. Ahí pasamos el 24 de diciembre y el 26 nos llamaron
a darnos permiso.
Llegó una volqueta y nos montamos los que nos íbamos. Al otro día llegamos y el patrón nos formó. Nos hizo entregar la munición y el armamento contados. Nos vestimos de civil y empezó a llamar a uno por uno para pagarnos. Yo llevaba 16 meses y me dieron más de dos millones, pero ya me habían dado otra plata en diciembre de 1999. Eso era mucha plata. A mí me dieron como ganas de entregarla, dije: «¿Qué voy a hacer con esto?». Pensé en mi mamá, aunque no es que le tenga mucho cariño, por lo mal que me trató cuando yo estaba en la casa y todo lo que pasó. Pero yo feliz. Nos montamos en una chiva y para adelante nos fuimos. En cada tienda comprábamos cerveza, aguardiente y de todo. No parábamos de beber.
Llegamos a Puerto López y yo envolví mi pistola pequeña, de 7 mm, en la camiseta que llevaba en la mano, y me fui andando. La plata la tenía en unos puchotes que llevaba en cada bolsillo del pantalón, en billetes de cincuenta mil, que acababan de salir. Entré de una a un almacén a comprar ropa y le pagué a la señora para que me dejara bañar, pero ella no me cobró. Pagué dos mudas de ropa, le dije que las recogía al otro día y me fui para la casa del papá de mi padrastro. Apenas llegué, ellos se quedaron inmóviles, porque ya sabían que yo estaba en el grupo. Les conté que venía de permiso. Puse los dos manojos de plata y la pistola en la mesa.
    Saqué un millón completo y les dije que me lo guardaran. Ellos como raros, porque son evangélicos, pero la hermana de mi padrastro, que no es tan evangélica y es de ambiente, sí me guardó todo. Me fui de una para la calle, a buscar a los compañeros, pues nos habíamos quedado de encontrar en el putiadero. Cuando llegué ya estaban tomando, me senté y me llamaron una vieja de esas, pero yo como con vainita. Dije: «No, de pronto estas peladas tienen enfermedades», pero la administradora del negocio me respondió que ahí cada ocho días iban a control y que allá era todo con preservativos. Para mí era la primera vez. Tenía miedo y por eso saqué la excusa de las enfermedades. Comencé a tomar como a las diez y como a las dos de la mañana, cuando ya estaba borracho, a la pelada le tocó llevarme casi cargado. Empezó todo y lo cierto fue que hasta se dañó la cama. Ya al otro día me paré, desperté a los otros pelados y seguimos tomando. Casi todo el pago mío lo dejé ahí: millón y pucho. En la primera noche y el resto del día nos tiramos como 500.000 cada uno.     Éramos seis y tomábamos mero ron, que valía como a 20.000 pesos la media. Los otros muchachos ni ropa habían comprado. Después me fui para una joyería y me compré la manilla, una cadena y anillos de plata. Llamé a mi mamá y la invité a visitarme en Puerto López, que yo le pagaba el pasaje. «Venga que acá la pasamos bacano», le dije.
Después me fui con la hermana del papá de mi padrastro en la moto, a donde una pelada que tenía una hija de un compañero del grupo y le tomamos una foto para llevársela a él. Al otro día llegó mi mamá pero no le paré muchas bolas. Me fui de rumba con otra muchacha, amanecí con ella y le regalé la manilla que había comprado. Al día siguiente me fui de nuevo para el putiadero y me quedé dormido tomando. Estaba ya amaneciendo cuando me desperté y mandé la mano a la billetera y a la cadena, y no encontré la cadena. Miré y la tenía puesta un pelado que ya se iba a ir. Lo paré, pero ya iba saliendo con otro, así que afuera eran dos contra mí, pero otro amigo, que era de una Convivir, salió a apoyarme. Le quité la cadena a la fuerza... Siquiera que yo no tenía mi pistola. El 4 de enero, ya del 2001, distinguí a una pelada, y nos parchamos con ella hasta el 7. Uno andaba tranquilo por allá; Puerto López, Puerto Gaitán, Villanueva, Monterrey, Casanare son controlados por los paramilitares. Con esa pelada fue con la única que duré más de un día, más de una noche. La pelada me trataba bien y la pasábamos chévere, pero ya fue tiempo de presentarme y volver al grupo.
    Fueron diez días. Mi mamá se fue brava porque me la pasé borracho todo el tiempo y no dormí sino dos noches en la casa. La hermana de mi padrastro se puso brava porque no le paré bolas, pues yo dormí en el cuarto de ella la primera noche que me quedé allá, en otra cama que había, y ella toda provocativa cerró la puerta, se puso una pijama, y yo como con ganitas, pero me daba vaina que ella gritara o algo. A lo último me tapé con la cobija y me dormí. Yo estaba apenas empezando, ¡hoy en día uno ya no perdona nada! Cuando volví al grupo, me mandaron para el Casanare y de ahí nos fuimos para Boyacá. Íbamos llegando pero tocó devolvernos, porque estaba todo berraco. La guerrilla había matado a siete pelados; a uno lo quemaron, lo rajaron, la guerrilla también hace esas cosas. Nosotros todos rabones nos fuimos a hacer el operativo. Más adelante los vimos abajo, en una escuela. Venían, nos hostigaban y nosotros no respondíamos. Seguíamos. Entonces los envolvimos; unos nos les fuimos y salimos como una hora adelante, y ellos quedaron en el medio. Como a las seis de la mañana les caímos y matamos dos guerrillos, quedó uno herido y una pelada con un tiro en una nalga. Ellos nos mataron a un pelado: le pegaron un tiro en la boca del estómago.
    Allá encontramos galones de gasolina, los equipos de ellos y un ranchito viejo. Fui a curiosear y descubrí una remesa de comida como para tres meses. Lo que más había era azúcar, pasta y arroz; verduras, muy poquitas. De una nos repartimos todo y seguimos. Subimos a una loma y nos atrincheramos. Me puse detrás de un palo grande y comencé a limpiar el fusil. Lo desarmé y lo armé. Me estaba comiendo una ración de campaña —las nuestras son buenas, como las del ejército—cuando de pronto se prendió todo. Me salvó el palo, o ésta sería la hora en que no estaría acá. De una, plomo corrido. A los quince minutos, pum, le dieron al comandante; al segundo al mando de nosotros lo hirieron en una pierna y me tocó subir entre plomo por lado y lado. Ahí nosotros no tuvimos muertos, solamente heridos. Los muertos, como cuatro, los hubo con una mina. Ya nos tocó devolvernos, por los heridos y porque no teníamos raciones de campaña, y estábamos cansados. Enterramos a los manes y, listo, nos fuimos. Seguimos andando y tuvimos varios enfrentamientos. En junio nos reunieron y nos dijeron: «Muchachos, ¿quiénes necesitan permiso?». Yo levanté la mano y dije: «Necesito un permiso de cinco días y un préstamo». Examinaron y dijeron que merecía el permiso. Me lo dieron para el 10 de julio, cuando regresáramos de un operativo.
    El 3 de julio nos fuimos. Acampamos cerca de donde estábamos. Como a las cuatro hicimos el desayuno, y como a las diez hicimos moflete, que es un alimento ni el berraco, que se prepara con avena, kola granulada, leche, azúcar y galletas desboronadas; eso queda espesito, es muy nutritivo y rico. Seguimos andando y a las cinco paramos. Nos repartieron el aceite para limpiar el armamento y gasolina para no hacer humo, porque si cocinábamos con leña nos detectaba la guerrilla. Nosotros cambuchamos y yo hice el tinto a las ocho de la noche. La guerrilla estaba en el cerro dándose cuenta de toda la jugada. Otros manes también hicieron tinto y recocharon. Me acosté a las once y a las dos y cuarenta y cinco de la mañana recibí la guardia. Como me había acostado tarde, tenía sueño; yo cabeceaba pero sin embargo el ruido que escuchaba no me dejó dormir; era la guerrilla que ya estaba avanzando a esa hora. Yo no avisé porque no los veía; solamente escuchaba el tropel, y no estaba seguro de si eran animales o qué. Entregué la guardia y me dormí. Antes de las cinco nos despertó el comando, el comandante. Me levanté, me cepillé y prendí un cigarrillo, le di dos plones y me pegué dos sorbos de tinto, cuando de una nos encendieron. Era plomo corrido y caían cilindros, caía de todo, pero lo que más nos jodía eran los cilindros. Nosotros éramos como 200 y ellos eran más de 600, porque incluso se quedó gente de la guerrilla sin pelear; tal sería la cantidad.
Nosotros nos encortinamos rápido. Dejé el tinto y no podía ni meterme el cigarrillo a la boca, porque estaba todo tembloroso.
    Voltié a mirar y vi a otro man que estaba peor que yo —superatortolado—; le pasé el cigarrillo y el man se calmó, pero de pronto le pegaron un tiro en una pierna. Nosotros íbamos echando para atrás, porque a la guerrilla la teníamos ahí. Nos habían cogido de sorpresa. Dejé al man a un lado y busqué una piedra dónde protegerme; encontré una pero me cubría hasta la cintura nada más.
    Yo quietico ahí. Las balas me pasaban por los lados, y yo con los brazos por fuera, psicosiado, atortolado. Vi una piedra más grande, me le tiré encima y al tiempo otro man se tiró. Aunque yo le gané, él se quedó ahí y se hizo a un lado de mi hombro. Llegó otro y nos arrumamos los tres. Pero vino un tiro, pegó en la piedra, le dio a uno en la cabeza, al lado del ojo, y después le entró al otro man en el hombro. Ahí fue cuando me di cuenta de que, de verdad, un tiro podía matar a dos personas.
    A otro pelado que estaba más lejos lo cogió una ráfaga como de 100 tiros y le voló la cabeza de una vez; a pesar de que estaba sin cabeza quedó ahí parado y a lo último cayó de rodillas.
Después me dieron dos tiros. Primero me pegaron uno en el hombro izquierdo —de ahí me sacaron como un centímetro y medio de hueso—, y el otro me entró y me quedó tocando el pulmón. Me dieron con un AK-47.
Cuando salí no podía mover el brazo, lo arrastraba por debajo del cuerpo; estaba descolgado. Después ese brazo me quedó más delgadito que el otro, y perdí fuerza en él. Yo le dije a mi comandante: «Huy, mi comando, aquí me mataron». Me dijo: «Tranquilo, no se atortole». Salí como pude y me quité de encima lo que llevaba: 200 cartuchos de ametralladora, 300 de fusil, una granada de mano, el fusil y el otro fusil que remolqué, del pelado al que le habían dado. Salí y sentí la espalda caliente, por donde me bajaba la sangre. Me dijeron: «Pilas, váyase de una». A mi lado estaba un pelado al que quería mucho, con el que nos decíamos primos porque nos la llevábamos bien. A él le entró un tiro por el cuello, al lado derecho, y le salió por el lado de la paleta izquierda, por la espalda, y lo pulmonió; o sea, él respiraba y le salía el aire por el hueco de atrás. La cabeza se le puso como inflada. Yo no lo distinguí de entrada, pero estaba sin camisa y le vi el tatuaje de una cobra que él tenía. Murió en el hospital.
    Había muchos heridos. Varios murieron al rato. A mí me montaron en una camioneta y salimos para Monterrey. Pensé:
«Si no me mató el tiro, voy a morir desangrado», porque puse la mano y sentí un pozo de sangre.
Llegamos a una casa en el pueblo y comenzaron a bajar los heridos. Había mucha gente alrededor mirando. Lo primero que hicieron fue quitarnos la ropa camuflada y ponernos de civil, pero ya estaba la policía ahí. Me montaron en una camilla, y corra a ponerme suero y a buscar el tipo de sangre. Con el suero empecé a sentirme más relajado; pude llenar los pulmones y respirar mejor. Nos hicieron las primeras curaciones; me sacaron la bala que tenía adentro, llamaron ambulancias y nos trasladaron al hospital. La gente nos ayudaba, porque desde ahí se oían claritico los bombazos, y ellos sabían que estábamos defendiendo el pueblo. Me subí a la ambulancia y me quedé dormido.
Cuando llegamos, me montaron en una silla de ruedas y hágale. Iba todo empapado de sangre. Me sacaron una radiografía y vi que el brazo estaba vuelto nada. El médico me dijo que me había salvado por un pelito.
Me acostaron en una camilla, me dormí y cuando me desperté estaba ya en una cama. Pero no me dejé operar. Me colocaron una gasa en el brazo y ya no pude dormir más.
    Como a las siete de la noche llegaron los tombos, los policías. Me interrogaron pero yo negué todo, dije que era un civil. Les di otro nombre y les dije que tenía 32 años. Les mostré un carné de un seguro que nos habían dado, para que nos atendieran, en el que decía que tenía esa edad. No me creyeron mucho y por eso dejaron un policía cuidándome. Al otro día ya me pude bañar de la cintura para arriba. Llegaron entonces de la policía, del DAS y de la fiscalía. Me dijeron que tenía que irme con ellos; me consiguieron una muda de ropa y me llevaron. Al llegar al comando de la policía me quitaron los cordones de los zapatos y me encerraron en un calabozo. Esto ya era en Yopal.
    En una época nosotros sí trabajábamos con las autoridades, pero ahora ya no. En el curso me contaron que el ejército fue el que empezó a fundar los paras; cuando eso los llamaban los macetos, porque como el ejército no podía matar, por los derechos humanos, contrataron un grupo así. Pero el ejército les daba las armas. Ya cuando el grupo fue creciendo y se armó totalmente, se formaron los paras. Eso fue lo que yo supe allá, lo que nos contaron, la política que nos dieron.
Me acosté en ese cemento frío y de una empecé a drenar sangre y de todo. Me puse tan mal que como a la media hora me llevaron otra vez para el hospital. Me aplicaron una inyección y me dejaron en una colchoneta. Ahí duré ocho días.     Después me sacaron a indagatoria. Yo volví a decir que tenía 32 años y que era un civil. Pero cuando me fueron a ver los tiros vieron las marcas del equipo y las marcas de las botas. Entonces me mandaron para la cárcel de mayores del Circuito de Yopal, donde había otros compas, que eran los que mandaban. Allá duré dos meses. El grupo me mandó abogado, dos mudas de ropa, toalla y dinero, como 50.000 pesos. Al otro día pedimos media de ron y me tomé unos tragos. Las heridas se fueron complicando, con todo y que me hicieron varias curaciones. Sólo empezaron a mejorar cuando me echaron panela rallada.
    Un día llegó el médico de Medicina Legal para hacerme unos exámenes. Me examinó las heridas, me revisó las axilas, la dentadura y me preguntó la edad. Le volví a decir que 32 años, pero él no me creyó. Yo estaba sindicado de concierto para delinquir, paramilitarismo, secuestro, homicidio, y la pena era como de 25 años.
    A los pocos días de la visita del médico, el director de la cárcel dijo, durante el desayuno, que allá no podían estar menores de edad porque era un delito. Todo el mundo me miró y él me preguntó la edad. Le dije la verdad, que tenía 16, y los otros soltaron la risa. Duré como quince días más y me sacaron para la cárcel de menores, donde estuve un mes. Yo era el que ponía orden allá. El que organizaba las listas del aseo y todo lo demás. Una amiga me regaló un ventilador. Mi mamá llegó y me compró un radio y, con música, ya permanecía más contento. Lo único que me faltaba era el televisor. En ese tiempo fue lo de las torres gemelas, cuando yo estaba en la cárcel de menores.
Después llegó el Bienestar y como a los cuatro días me llevaron para Bogotá, a una institución donde había muchos ex guerrilleros; la verdad no me agradó, porque me dije: «Todo lo que pelié con estos manes, para venírmelos a encontrar acá», pero yo estaba más calmadito y pensé que en la cárcel de mayores también vi guerrilleros y no hubo problemas. De ahí me mandaron a una casa a otra ciudad, donde estuve el resto de año. Luego abrieron esta fundación, y gracias a Dios aquí estoy.
    Después tuve un tratamiento especializado, porque quedé muy traumatizado por lo que viví en el grupo; sentía que me iban a matar a cada momento. No podía dormir muy bien. He tenido problemas, pero todo el mundo los tiene. Ahora me preocupa que hay un primo de mi padrastro que ha estado abusando sexualmente de mis hermanos. Hablé con Bienestar para que me ayude a resolver ese problema, porque, si no, me voy para allá y arreglo eso.
    También he tenido problemas porque una muchacha con la que estuve quedó embarazada. Así me toque trabajar duro, yo no le doy la espalda a ella. Voy a esperar a ver qué pasa. Estoy estudiando, nivelando la primaria; me siento contento porque, aparte del estudio, recibo capacitación en computadores y en empresas.
    Lo que más recuerdo de esa vida anterior es que a mí me tocó participar como en tres masacres, en fincas y pueblos del Meta. Los matábamos porque eran guerrillos, colaboradores o sapos. Entonces tocaba barrer. Como estábamos en una zona guerrillera, barríamos. Cuando íbamos abriendo zona, llegábamos a una finca y acabábamos con todo. Me acuerdo tanto que vi morir a un pelado como de unos nueve meses de nacido, de brazos. Lo agarraron de los pies, de las paticas, y lo estrellaron contra un muro. El muro de cemento quedó manchado y a mí me dolió tanto que la cabeza me hacía bum. Si los papás estaban muertos en la finca, ¿para qué se iba a dejar vivo el niño? Tocaba barrer con todo. La orden era no dejar nada vivo, hasta el gato llevó también plomo.
    Recién entré me tocó matar a una persona. Me dijeron: «Vamos a ver si sirve para estar acá». Yo pensé que era hacer cualquier cosa de trabajo; pero nunca me imaginé que era para matar gente. Cuando llegué a una finca había cuatro amarrados. Matamos dos un día por la mañana y a los otros dos al día siguiente: uno por la mañana y otro por la tarde. Me tocó despresarlos, descuartizarlos cuando ya estaban muertos. Hubo uno que yo acabé de rematar; le saqué manteca del pecho, lo eché en una bolsa y lo enterramos en un hueco de 50x50. Esa manteca de muerto es muy buena para los barros, para cicatrices. Nosotros la revolvíamos con aceite Johnson’s, porque pura lo seca a uno y se le vuelve la cara fea. Cuando le dimos a ese man y me dijeron que le quitara la ropa, las piernas me quedaron tiesas. Yo no las podía encoger ni nada; a lo último me tocó hacerme masajes, y yo con miedo del corazón, me palpitaba y yo cerraba los ojos. Lloré del miedo tan berraco, de la lástima que tenía. Lo que más me dio tristeza fue que él dijo que no lo mataran. Me preguntó: «¿Me van a matar?», y yo le dije que no. Me dolió tanto, porque le dije que no lo íbamos a matar. Cuando ya le ordenaron que se acostara, se despidió de un pelado que estaba al frente. El otro cuando estaba muriendo no dijo nada, pero se ensució en la ropa del miedo. También me tocó descuartizarlo. Comencé con el brazo, pero se me encogió por el tendón; entonces otro man me dijo cómo hacer y me enseñó; me dijo coja aquí, así, por ejemplo, la pierna la levanta, y tan, tan. Ahora yo sé cómo se despresa una persona. Después, como a los seis meses, donde quedó muerto uno, acostadito, se hizo como una zanjita, en donde lo mataron, y salió pasto verde, verde, verde, lo más de verde, lo más de bonito; un pradito pero pequeñitico. Y donde murió el otro nació una mata de cacao. Los otros manes comían de ese cacao —yo no— y decían que era dulcecito, que era lo más de rico.
    A mí me daba mucha tristeza, pero lo peor fue cuando vi morir a una señora de tres meses de embarazo. ¡Ay, Virgen Santísima! Ahí sí lloré, lloré, y me encontraron llorando. Les conté por qué era, y me dijeron que tranquilo. El comandante dijo que también le daba dolor, porque él no quisiera que hicieran eso con su mujer o con su hijo, pero que órdenes son órdenes, y que si no se cumplen la milicia se acaba. A él también se le trataron de escurrir las lágrimas, pero al man que la mató no; incluso hasta la desnudó, y la mató degollada. Pobrecita. Cuando la llevaban amarrada me pidió que no la fuéramos a matar y yo le contesté que tranquila, que no la iban a matar, y le dije: «Vaya con Dios». El patrón la mandó matar porque era colaboradora de la guerrilla; ella fue guerrillera y le dieron la retirada, pero siguió trabajando con la guerrilla. Nosotros teníamos allá, ahí adentro, guerrilleros que se entregaban para trabajar con nosotros.
    La última persona que vi morir me cayó en el pecho, o sea, le pegaron los tiros y me cayó encima y se fue deslizando. Cayó al piso y yo me agaché, le abrí los ojos y me puse a mirárselos. Lo único que vi fue un cristal brillante, delgadito; yo miraba como una vaina delgaditica y como un cristal, prácticamente transparente, brillante; después no vi nada más porque quedaron blancos.
    Ahora no sé qué voy a hacer con la vida. Me provoca irme, así sea para el grupo, o a trabajar en alguna parte. Y hay veces que quiero acabar el estudio y aprovechar lo que me están dando acá. Espero muchas cosas de la vida, cosas buenas y cosas malas, porque si hay cosas buenas, hay cosas malas. Por ejemplo, he aprendido que por más dificultades que tenga yo no peleo. Trato de solucionar las cosas con palabras, y doy ejemplo.
    Espero salir adelante con la ayuda de muchas personas. Más que todo acabar el estudio, porque hoy en día el estudio es lo más importante. La única materia con la que no he podido del todo es matemáticas, pero para inglés —imagínese, en primaria nos están enseñando inglés— y todo lo otro, no es que sea tan bueno, pero sí entiendo las vainitas. Si Dios quiere, el próximo semestre paso a sexto, y si me va bien el otro semestre paso a séptimo; en un año hago dos cursos. La verdad, uno tiene que aprovechar.