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martes, 5 de abril de 2011

DETERMINISMO VS. LIBERTAD 


Tomado de http://www.letraslibres.com/index.php?art=15317

POR ROGER BARTRA 



Quienes niegan el libre albedrío suelen, abusivamente, acudir a la famosa frase de Spinoza: “Los hombres se equivocan, en cuanto piensan que son libres; y esta opinión solo consiste en que son conscientes de sus acciones e ignorantes de las causas por las que son determinados.” Y digo abusivamente, porque el gran filósofo judío estaba muy lejos de creer en un determinismo implacable. La frase proviene de la Ética, una maravillosa obra que Spinoza no llegó a ver publicada y que es, entre otras cosas, un poderoso llamado a alcanzar la libertad humana. ¿Cómo concilia Spinoza su reconocimiento de que existe una cadena natural de causas y efectos con la lucha por lograr una verdadera libertad? Es necesario comprender el contexto y la lógica en que la frase citada está inscrita. Dice a continuación: “Su idea de la libertad es, pues, esta: que no conocen causa alguna de sus acciones [...] Pues qué sea la voluntad y cómo mueva al cuerpo, todos lo ignoran; quienes presumen de otra cosa e imaginan sedes y habitáculos del alma, suelen provocar la risa o la náusea.” La última es una dura referencia a Descartes, y la línea de razonamiento se basa en el hecho de que siendo ignorantes los hombres no pueden ser libres. Ya antes ha explicado que los hombres ignorantes creen que todas sus acciones tienen una finalidad decidida por ellos y que lo mismo creen sobre los hechos naturales, por lo que llegan a creer que los dioses dirigen todo para que sea útil a los humanos. Para Spinoza la naturaleza “no tiene ningún fin que le esté prefijado” y está convencido de que todas las causas finales no son más que ficciones humanas. Quienes siguen la cadena causal para encontrar una finalidad en las cosas no cesarán de preguntar por las causas de las causas, hasta que se hayan “refugiado en la voluntad de Dios, es decir, en el asilo de la ignorancia”. 

Lo que afirma Spinoza es fundamental: ante los hechos naturales no hay una libre voluntad absoluta, porque ella depende del entendimiento de los objetos singulares que causan las ideas. La mente está “determinada a querer esto o aquello por una causa, que también es por otra, y esta a su vez por otras, y así al infinito”. Critica la idea cartesiana de un alma con poder absoluto unida al cerebro gracias a la glándula pineal, capaz de dictar libremente su voluntad al cuerpo. 

Veamos ahora el proceso que lleva a Spinoza desde afirmar que la mente está sujeta a una cadena causal hasta su exaltación de la capacidad de los ciudadanos para actuar libremente. Piensa que en la mente no se da una voluntad absoluta sino solamente un conjunto de voliciones singulares que afirman o niegan una idea. Pero la voluntad no es infinita, no se extiende más allá de lo que percibimos y de lo que concebimos. Spinoza termina la parte de su Ética dedicada a la naturaleza y origen del alma afirmando que su doctrina contribuye a que los individuos aprendan a ser gobernados y a que “hagan libremente lo que es mejor”. 

¿De dónde proviene la fuerza que puede permitir a los humanos ser libres? Spinoza ubica esa potencia en lo que llama conato (conatus), que es el esfuerzo que realiza la mente para perseverar en su ser. El conato es una tendencia, propensión o impulso que abarca tanto a la mente como al cuerpo: “como el alma es necesariamente consciente de sí misma por las ideas de las afecciones del cuerpo, se sigue que el alma es consciente de su conato”. Ya antes había señalado que “alma y cuerpo es una y la misma cosa”. Yo creo que la noción de conatus puede interpretarse como conciencia, en el sentido de un impulso o esfuerzo, basado tanto en el cuerpo como en el entorno social y natural, que nos hace darnos cuenta de nuestro yo y de nuestra identidad. Es en este esfuerzo donde reside la posibilidad del libre albedrío. En la cuarta parte de su Ética, dedicada a la esclavitud humana, Spinoza explica que el hombre libre es aquel que vive según el solo dictamen de la razón. Para impulsar el entendimiento y la razón sobre los afectos los hombres se apoyan en el conatus que conserva su identidad: “como este conato del alma con que el alma, en cuanto que razona, se esfuerza en conservar su ser, no es otra cosa que entender, ese esfuerzo por entender es el primero y único fundamento de su virtud”. Ciertamente, Spinoza cree que raramente los hombres viven bajo el dictado de la razón. Su impotencia y falta de libertad están determinadas por la ausencia de entendimiento y la debilidad de su conciencia. Pero no es imposible que puedan ser conducidos a vivir “bajo la guía de la razón, esto es, a que sean libres y gocen la vida de los bienaventurados”. Afirma que “el hombre que se guía por la razón es más libre en el Estado, donde vive según el común decreto, que en la soledad, donde solo se obedece a sí mismo”. Reconoce que la potencia humana es muy limitada y es superada por las fuerzas exteriores; hay que aceptar que somos parte de la naturaleza y que, si lo entendemos claramente, el mejor lado de lo humano –definido por la inteligencia– descansará en el orden natural: “en la medida en que entendemos correctamente estas cosas, el conato de la mejor parte de nuestro ser concuerda con el orden de toda la naturaleza”. 

Al abordar este tema Spinoza ha invocado los grandes temas de la libertad moderna: razón, saber e identidad.

LA NOCHE DE LOS FEOS

LA NOCHE DE LOS FEOS


Mario Benedetti


Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia. 

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro. 

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas. 

Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura. 

Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal. 

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente. 

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó. 

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo. 

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo. 

"¿Qué está pensando?", pregunté. 

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma. 

"Un lugar común", dijo. "Tal para cual". 

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo. 

"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?" 

"Sí", dijo, todavía mirándome. 

"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida." 

"Sí."

Por primera vez no pudo sostener mi mirada. 

"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo." 

"¿Algo cómo qué?" 

"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad." 

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas. 

"Prométame no tomarme como un chiflado." 

"Prometo." 

"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?" 

"No." 

"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?" 

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata. 

"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca." 

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico. 

"Vamos", dijo. 



No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse. 

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron. 

En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso. 

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble. 

FIN

CARTA A LA JUVENTUD

"CARTA A LA JUVENTUD"


POR EMILE ZOLA. 


Este texto apareció publicado como folleto, y se puso a la venta el 14 de diciembre de 1897. 



Como no encontré ningún periódico dispuesto a aceptar mis artículos, y además deseaba sentirme del todo libre, proyecté continuar mi campaña mediante una serie de folletos. Primero quise lanzarlos un día fijo, con regularidad, uno por semana. Después preferí controlar las fechas de publicación, de modo que pudiese elegir el momento a intervenir según los temas y sólo los días que me parecieran útiles. 



¿Adónde vais, jóvenes, adónde vais, estudiantes que corréis en grupos por las calles, manifestándoos en nombre de vuestras iras y de vuestros entusiasmos, sintiendo la necesidad irresistible de lanzar públicamente el grito de vuestras conciencias indignadas? 

¿Vais a protestar contra algún abuso del poder, han ofendido vuestro anhelo de verdad y equidad, ardiente aún en vuestras almas jóvenes, almas que ignoran los arreglos políticos y las cobardías cotidianas de la vida? 

¿Vais a reparar una injusticia social, vais a poner la protesta de vuestra juventud vibrante en la balanza desigual donde, con tanta falsedad, se pesa el sino de los afortunados y de los desheredados de este mundo? 

¿Vais, para defender la tolerancia y la independencia de la raza humana, a silbar a algún sectario de la inteligencia, de estrecha mollera, que ha pretendido conducir vuestras mentes liberadas hacia el antiguo error proclamando la bancarrota de la ciencia? 

¿Vais a gritar, al pie de la ventana de algún personaje esquivo a hipócrita, vuestra fe inquebrantable en el porvenir, en ese siglo venidero que representáis y que ha de traer la paz al mundo en nombre de la justicia y del amor? 

¡No, no! ¡Vamos a abuchear a un hombre, a un anciano que, tras una larga vida de trabajo y de lealtad, imaginó que podía sostener impunemente una causa generosa, que podía querer que se hiciera la luz y se reparara un error, por el mismo honor de la patria francesa! 

¡Ah!, cuando yo era joven, vi cómo se estremecía el Barrio Latino con las orgullosas pasiones de la juventud, el amor a la libertad, el odio a la fuerza brutal que aplasta cerebros y oprime almas. Lo vi, bajo el Imperio, entregado de lleno a su esforzada labor de oposición, a veces incluso injusto, pero siempre por un exceso de amor a la libre emancipación humana. Silbaba a los autores gratos a las Tullerías, se ensañaba con los profesores cuyas enseñanzas le parecían sospechosas, se alzaba contra cualquiera que se declarase en favor de las tinieblas y de la tiranía. En él ardía el fuego sagrado de la hermosa locura de los veinte años, cuando todas las esperanzas son realidades, cuando el mañana aparece como el triunfo indudable de la Ciudad perfecta . 

Y si nos remontáramos más atrás en esta historia de las nobles pasiones que han alzado a la juventud de las universidades, veríamos a ésta siempre indignada ante la injusticia, estremecida y sublevada a favor de los humildes, de los abandonados, de los perseguidos, contra los crueles y los poderosos. Se ha manifestado en favor de los pueblos oprimidos, ha abrazado la causa de Polonia, de Grecia, se ha erigido en defensora de cuantos sufrían, de cuantos agonizaban bajo la brutalidad de una masa o de un déspota. Si corría la voz de que el Barrio Latino estaba en ascuas, no había duda de que detrás ardía una llama de justicia juvenil, ajena a precauciones, que acometía con entusiasmo obras dictadas por el corazón. ¡Y qué espontaneidad entonces, qué torrente desbordado corría por las calles! 

Ya sé que hoy el pretexto sigue siendo la patria amenazada, Francia entregada al enemigo vencedor por una pandilla de traidores. Yo sólo le pregunto al país dónde podremos encontrar la clara intuición de las cosas, la sensación instintiva de lo que es verdad, de lo que es justo, como no sea en esas almas nuevas, en esos jóvenes que nacen a la vida pública y a quienes nada debería ofuscar su razón recta y buena. Que los políticos deteriorados por años de intriga, que los periodistas desequilibrados por todas las componendas de su oficio puedan aceptar las mentiras más impúdicas, puedan hacer la vista gorda ante abrumadoras evidencias, es explicable, comprensible. Pero ¿la juventud? Muy gangrenada ha de estar para que su pureza, su candor natural no se reconozca a simple vista en medio de los inaceptables errores y no se enfrente directamente a lo que es evidente, a lo que está claro, luminoso como la luz del día. La historia es sencilla. Han condenado a un oficial y a nadie se le ocurre sospechar de la buena fe de sus jueces. Lo han castigado siguiendo el dictado de sus conciencias, basándose en pruebas que creyeron veraces. Después, un día, sucede que un hombre, que varios hombres, tienen dudas y acaban por convencerse de que una de las pruebas, la más importante, la única al menos en la que se apoyaron públicamente los jueces, ha sido atribuida erróneamente al condenado, y que no cabe duda de que esa prueba procede de la mano de otro. Y lo dicen, y ese otro es denunciado por el hermano del preso, cuyo estricto deber era hacerlo; y así, a la fuerza, empieza un nuevo juicio que, si resultase en una condena, conllevaría la revisión del primer caso. ¿No es todo esto perfectamente diáfano, justo y razonable? ¿Dónde ven la maquinación, el perverso complot para salvar a un traidor? Simplemente deseamos, ¿quién lo niega?, que el traidor sea un culpable y no un inocente que expía el crimen. Ya lo tendréis a vuestro traidor; la cuestión está en que os den el auténtico. 

¿No debería bastar un mínimo de sentido común? ¿A qué móvil obedecerían, así pues, los hombres que persiguen la revisión del caso? Descartad el antisemitismo estúpido, cuya cruel monomanía no ve en eso más que un complot judío, el oro judío, que trata de sustituir en el calabozo a un judío por un cristiano. No existe base alguna, las inverosimilitudes y las imposibilidades se derrumban unas tras otras, ni todo el oro del mundo podría comprar ciertas conciencias. Y hay que llegar a la realidad, que es la expansión natural, lenta, invencible de todo error judicial. La historia es eso. Un error judicial es una fuerza que avanza: unos hombres con conciencia se ven sometidos, asediados, se entregan con creciente obstinación, arriesgan su fortuna y su vida para que se haga justicia. Y no hay otra explicación posible a lo que hoy está pasando; el resto se limita a abominables pasiones políticas y religiosas, al torrente desbordado de calumnias a injurias. 

Pero ¿qué excusa tendría la juventud si sus ideas de humanidad y de justicia se hubieran debilitado por un instante? En la sesión del 4 de diciembre, una Cámara francesa se cubrió de oprobio al votar una orden del día "que condena a los instigadores de la odiosa campaña perturbadora de la conciencia pública. Lo digo en voz alta, con vistas al futuro que, espero, ha de leerme: una votación como ésa es indigna de nuestro generoso país, y quedará como una mancha imborrable. Los instigadores son los hombres con conciencia y con valentía que, seguros de un error judicial, lo han denunciado para que se repare, en la convicción patriótica de que una gran Nación donde un inocente agoniza entre torturas sería una nación condenada. La odiosa campaña es el grito de la verdad, el grito de la justicia emitido por esos hombres, es el empeño con que desean que Francia siga siendo, ante los pueblos que la contemplan, la Francia humana, la Francia que ha logrado la libertad y que impartirá la justicia. Y, ya lo veis, seguramente la Cámara ha cometido un crimen, porque ha corrompido incluso a la juventud de nuestras universidades, y ésta, engañada, extraviada, desbocada por nuestras calles, se manifiesta, cosa aún nunca vista, en contra de lo más orgulloso, de lo más valiente, de lo más divino que pueda tener el alma humana. 

Después de la sesión del Senado del día 7, la gente habló de hundimiento refiriéndose a Monsieur Scheurer Kestner. ¡Oh, sí, qué hundimiento en su corazón, en su alma! Imagino su angustia, su tormento al ver cómo se desploma a su alrededor cuanto ha amado de nuestra República, cuanto ha ayudado a conquistar para ella en la gran lucha que ha sido su vida: la libertad, primero, y después las viriles virtudes de la lealtad, de la franqueza y del valor cívico. 

Es uno de los últimos que quedan de su preclara generación. Bajo el Imperio, supo lo que era un pueblo sometido a la autoridad de uno solo, y se consumía de fiebre y de impaciencia, la boca brutalmente amordazada, ante las injusticias. Con el corazón desgarrado, vio nuestras derrotas, conoció las causas, todas originadas por la ceguera y la imbecilidad despóticas. Más adelante, fue de los que con mayor inteligencia y ardor trabajaron para levantar el país de sus escombros, para devolverle su lugar en Europa. Procede de los tiempos heroicos de nuestra Francia republicana, e imagino que debía de considerarse autor de una obra buena y sólida: el despotismo expulsado para siempre, la libertad conquistada, me refiero a esa libertad humana que permite que cada conciencia ejercite su deber en medio de la tolerancia de las demás opiniones. 

¡Sí! Todo pudo conquistarse, pero todo vuelve a estar por los suelos una vez más. En torno a él, dentro de él, no hay más que ruinas. Haber sucumbido al anhelo de verdad es un crimen. Haber exigido justicia es un crimen. Retornó el horrible despotismo, la mordaza más dura acalla otra vez las bocas. Quien aplasta la conciencia pública no es ya la bota de un César, sino toda una Cámara que condena a quienes se enardecen por el deseo de lo justo. ¡Prohibido hablar! Los puños machacan los labios de quienes han de defender la verdad, se amotina a las masas para que reduzcan al silencio a los aislados. Nunca se había organizado una opresión tan monstruosa y dirigida contra la libre discusión. Y reina el más vergonzoso terror, los más valientes se vuelven cobardes, nadie se atreve ya a decir todo que piensa por miedo a que le denuncien acusándole de vendido y traidor. Los escasos periódicos que conservan cierta honestidad se humillan ante sus lectores, quienes se han vuelto locos con tantos chismes estúpidos. Ningún pueblo, creo yo, ha pasado por un momento más confuso, más absurdo, más angustioso para su razón y su dignidad. 

Por lo tanto, es cierto, todo el leal y prestigioso pasado de Monsieur Scheurer Kestner ha debido de hundirse. Si todavía cree en la bondad y en la equidad de los hombres, es que posee un sólido optimismo. Lleva tres semanas viendo cómo le arrastran por el fango porque ha puesto en juego el honor y la alegría de su vejez, porque quiso ser justo. No existe aflicción más dolorosa para un hombre honrado que sufrir martirio a causa de su honradez. Es asesinar en ese hombre su fe en el mañana, envenenarle la esperanza; y si muere dirá: ¡Se acabó, ya no queda nada, todo lo bueno que hice se va conmigo, la virtud solo es una palabra, el mundo es sólo tinieblas y vacío! 

Y para vilipendiar al patriotismo, se ha elegido a ese hombre que es el último representante de Alsacia-Lorena en nuestras Asambleas. ¡Un vendido, él, un traidor, un ofensor del ejército, cuando la simple mención de su nombre debería bastar para tranquilizar las más sombrías inquietudes! No cabe duda de que cometió la ingenuidad de creer que su calidad de alsaciano y su fama de ardiente patriota le valdrían como garantía de su buena fe en sus delicadas funciones de justiciero. Que se ocupase de este caso, ¿no venía a significar que una pronta conclusión le parecía necesaria para el honor del ejército, para el honor de la patria? Dejad que el caso siga arrastrándose más semanas, intentad sofocar la verdad, impedid que se haga justicia y veréis cómo nos habréis convertido en el hazmerreír de toda Europa, cómo habréis situado a Francia a la cola de las Naciones. 

¡No, no! ¡Las estúpidas pasiones políticas y religiosas no quieren comprender nada, y la juventud de nuestras universidades ofrece al mundo el espectáculo de ir a abuchear a Monsieur Scheurer Kestner, el traidor, el vendido que insulta el ejército y que compromete a la patria! 

Ya sé que el grupo de jóvenes que se manifiesta no representa a toda la juventud y que un centenar de alborotadores por la calle causan más ruido que diez mil trabajadores que se quedan en su casa. Pero cien alborotadores son ya demasiados, y ¡qué desalentador es el síntoma de que ese movimiento, por reducido que sea, se produzca hoy en el Barrio Latino! 

Antisemitas jóvenes. ¿Existen, pues, esas cosas? ¿Hay cerebros nuevos, almas nuevas desequilibradas por ese veneno idiota? ¡Qué triste, qué inquietante para el siglo XX que va a iniciarse! Cien años después de la Declaración de los Derechos del Hombre, cien años después del acto supremo de tolerancia y emancipación, volvemos a las guerras de religión, al más odioso y necio de los fantasmas. Eso es comprensible en algunos hombres que desempeñan su papel, que tienen que mantener una actitud y satisfacer una ambición voraz. Pero ¡en los jóvenes, en los que nacen y ayudan a que se desarrollen y expandan todos los derechos y libertades que habíamos soñado ver surgir, fulgurantes, en el próximo siglo! Eran los trabajadores que esperábamos y, en cambio, se declaran ya antisemitas, o sea, que comenzarán el siglo exterminando a todos los judíos porque son ciudadanos de otra raza y de otra fe. ¡Buen principio para la Ciudad de nuestros sueños, la Ciudad de la igualdad y la fraternidad! Si la juventud llegara de veras a ese extremo, sería para echarse a llorar, para negar toda esperanza y toda felicidad humanas. 

¡Oh juventud, juventud! Te lo ruego, piensa en la gran labor que te espera. Eres la futura obrera, tú pondrás los cimientos de este siglo cercano que, estamos profundamente convencidos, resolverá los problemas de verdad y de equidad planteados por el siglo que termina. Nosotros, los viejos, los mayores, te dejamos el formidable cúmulo de nuestras investigaciones, tal vez muchas contradicciones y oscuridades, pero ciertamente también te dejamos el esfuerzo más apasionado que nunca siglo alguno haya realizado en pos de la luz, los más honestos y más sólidos documentos, los fundamentos mismos de este vasto edificio de la ciencia que tienes que seguir construyendo en pro de tu honor y tu felicidad. Y sólo te pedimos que seas más generosa aún que nosotros, más abierta de espíritu, que nos superes con tu amor a una existencia pacífica, dedicando tu esfuerzo al trabajo, esa fecundidad de los hombres y de la tierra que por fin sabrá lograr que brote la desbordante cosecha de alegría bajo el resplandeciente sol. Nosotros te cederemos fraternalmente el puesto, satisfechos de desaparecer y descansar de nuestra parte de labor en el sueño gozoso de la muerte, si sabemos que tú continuarás y harás realidad nuestros sueños. 

¡Juventud, juventud! Acuérdate de lo que sufrieron tus padres, y de las batallas terribles que tuvieron que vencer, para conquistar la libertad de que gozas ahora. Si te sientes independiente, si puedes ir y venir a voluntad o decir en la prensa lo que piensas, o tener una opinión y expresarla públicamente, es porque tus padres contribuyeron a ello con su inteligencia y su sangre. No has nacido bajo la tiranía, ignoras lo que es despertarse cada mañana con la bota de un amo sobre el pecho, no has combatido para escapar al sable del dictador, a la ley falaz del mal juez. Agradéceselo a tus padres y no cometas el crimen de aclamar la mentira, de alinearte junto a la fuerza brutal, junto a la intolerancia de los fanáticos y la voracidad de los ambiciosos. La dictadura ha tocado a su fin. 

¡Juventud, juventud! Mantente siempre cerca de la justicia. Si la idea de justicia se oscureciera en ti, caerías en todos los peligros. No me refiero a la justicia de nuestros Códigos, que no es sino la garantía de los lazos sociales. Por supuesto, hay que respetarla; sin embargo, existe una noción más elevada de justicia, la que establece como principio que todo juicio de los hombres es falible y la que admite la posible inocencia de un condenado sin por ello insultar a los jueces. ¿No ha ocurrido ahora algo que por fuerza ha de indignar tu encendida pasión por el Derecho? ¿Quién se alzará para exigir que se haga justicia sino tú, que no estás mezclada en nuestras luchas de intereses ni de personas, que no te has aventurado ni comprometido en ninguna situación sospechosa, que puedes hablar en voz alta, con toda honestidad y buena fe? 

¡Juventud, juventud! Sé humana, sé generosa. Aunque nos equivoquemos, permanece a nuestro lado cuando decimos que un inocente sufre una pena atroz y que se nos parte de angustia nuestro corazón sublevado. Basta admitir por un instante el posible error frente a un castigo tan desmesurado para que se encoja el corazón y broten lágrimas de los ojos. Cierto, los carceleros son insensibles, pero tú, ¡tú que aún lloras, tú, afectada ante cualquier miseria, cualquier piedad! ¿Por qué no realizas este sueño caballeresco de defender su causa y liberar al mártir que en algún lugar sucumbe al odio? ¿Quién sino tú intentará la sublime aventura, se lanzará a defender una causa peligrosa y soberbia, se enfrentará a un pueblo en nombre de la justicia ideal? ¿No te avergüenza que sean unos viejos, unos mayores, los que se apasionen, los que cumplan tu tarea de generosa locura? 

¿Adónde vais, jóvenes, adónde vais, estudiantes que corréis por la calle manifestándoos, enarbolando en medio de nuestras discordias el valor y la esperanza de vuestros veinte años?




¡Vamos a luchar por la humanidad, la verdad, la justicia!