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lunes, 18 de julio de 2011

EL INFORME DE BRODIE

EL INFORME DE BRODIE

Por JORGE LUIS BORGES

En un ejemplar de las Mil y una Noches (Londres, 1839) de Lane, que me consiguió mi querido amigo Paulino Keins, descubrimos el manuscrito que ahora traduciré al castellano. La esmerada caligrafía –arte que las máquinas de escribir nos están enseñando a perder- sugiere que fue redactado por esa misma fecha. Lane prodigó, según se sabe, las extensas notas explicativas; los márgenes abundan en adiciones, en signos de interrogación y alguna vez en correcciones, cuya letra es la misma del manuscrito. Diríase que a su lector le interesaron menos los prodigiosos cuentos de Shahrazad que los hábitos del Islam. De David Brodie, cuya firma exornada de una rúbrica al pie, nada he podido averiguar, salvo que fue un misionero escocés, oriundo de Aberdeen, que predicó la fe cristiana en el centro de África y luego en ciertas regiones selváticas del Brasil, tierra a la cual lo llevaría su conocimiento del portugués. Ignoro la fecha y el lugar de su muerte. El manuscrito, que yo sepa, no fue dado nunca a la imprenta. Traduciré fielmente el informe, compuesto en un inglés incoloro, sin permitirme otras omisiones que las de algún versículo de la Biblia y la de un curioso pasaje sobre las prácticas sexuales de los Yahoos que el buen presbiteriano confió pudorosamente al latín. Falta la primera página.
***
“… de la región que infestan los hombres-monos (Apemen) tienen su morada los Mlch*, que llamaré Yahoos, para que mis lectores no olviden su naturaleza bestial y porque una precisa transliteración es casi imposible, dada la ausencia de vocales en su áspero lenguaje. Los individuos de la tribu no pasan, creo, de setecientos, incluyendo los Nr, que habitan más al sur, entre los matorrales. La cifra que he propuesto es conjetural, ya que, con excepción del rey, de la reina y de los hechiceros, los Yahoos duermen donde los encuentra la noche, sin lugar fijo. La fiebre palúdica y las incursiones continuas de los hombres-monos disminuyen su número. Sólo unos pocos tienen nombre. Para llamarse, lo hacen arrojándose fango. He visto así mismo a Yahoos que, para llamar a un amigo, se tiraban por el suelo y se revolcaban. Físicamente no difieren de los Kroo, salvo por la frente más baja y por cierto tiente cobrizo que amengua su negrura. Se alimentan de frutos, de raíces y de reptiles; beben leche de gato y de murciélago y pescan con la mano. Se ocultan para comer o cierran los ojos; lo demás lo hacen a la vista de todos, como los filósofos cínicos. Devoran los cadáveres crudos de los hechiceros y de los reyes, para asimilar su virtud. Les eché en cara esa costumbre; se tocaron la boca y barriga, tal vez para indicar que los muertos también son alimento o –pero esto acaso es demasiado sutil-para que yo entendiera que todo lo que comemos es, a la larga, carne humana.
    En sus guerras usan las piedras, de las que hacen acopio, y las imprecaciones mágicas. Andan desnudos; las artes del vestido y del tatuaje les son desconocidas.
    Es digno de atención el hecho de que, disponiendo de una meseta dilatada y herbosa, en la que hay manantiales de agua clara y árboles que dispersan la sombra, hayan optado por amontonarse en las ciénagas que rodean la base, como deleitándose en los rigores del sol ecuatorial y de la impureza. Las laderas son ásperas y formarían una especie de muro contra los hombre-monos. En las Tierras Altas de Escocia los clanes erigían sus castillos en la cumbre de un cerro; he alegado este uso a los hechiceros, proponiéndolo como ejemplo, pero todo fue inútil. Me permitieron, sin embargo, armar una cabaña en la meseta, donde el aire de la noche es más fresco.
   La tribu está regida por un rey, cuyo poder es absoluto, pero sospecho que los que verdaderamente gobiernan son los cuatro hechiceros que lo asisten y que lo han elegido. Cada niño que nace está sujeto a un detenido examen; si presenta ciertos estigmas, que no me han sido revelados, es elevado a rey de los Yahoos. Acto continuo lo mutilan (he is gelded), le queman los ojos y le cortan las manos y los pies, para que el mundo no lo distraiga de la sabiduría. Vive confinado en una caverna, cuyo nombre es Alcázar (Qzr), en la que sólo pueden entrar los cuatro hechiceros y el par de esclavas que lo atienden y lo untan de estiércol. Si hay una guerra, los hechiceros lo sacan de la caverna, lo exhiben a la tribu para estimular su coraje y lo llevan, cargado sobre los hombros, a lo más recio del combate, a guisa de bandera o de talismán. En tales casos lo común es que muera inmediatamente, bao las piedras que le arrojan los hombres-monos.
   En otro Alcázar vive la reina, a la que no le está permitido ver a su rey. Ésta se dignó recibirme; era sonriente, joven y agraciada, hasta donde lo permite su raza. Pulseras de metal y de marfil y collares de dientes adornaban su desnudez. Me miró, me husmeó y me tocó y concluyó por ofrecérseme, a la vista de todas las azafatas. Mi hábito (my cloth) y mis hábitos me hicieron declinar ese honor, que suele conceder a los hechiceros y a los cazadores de esclavos, por lo general musulmanes, cutas cáfilas (caravanas) cruzan el reino. Me hundió dos o tres veces un alfiler de oro en la carne; tales pinchazos son las marcas del favor real y no son pocos los Yahoos que se los infieren, para simular que fue la reina la que los hizo. Los ornamentos que he enumerado vienen de otras regiones; los Yahoos los creen naturales, porque son incapaces de fabricar el objeto más simple. Para la tribu mi cabaña era un árbol, aunque muchos me vieron edificarla y me dieron su ayuda.
  Entre otras cosas, yo tenía un reloj, un casco de corcho, una brújula y una Biblia; los Yahoos las miraban y sopesaban y querían saber dónde las había recogido. Solían agarrar por la hoja mi cuchillo de monte; sin duda lo veían de otra manera. No sé hasta dónde hubieran podido ver una silla. Una casa de varias habitaciones constituiría un laberinto para ellos, pero tal vez no se perdieran, como tampoco un gato se pierde, aunque no puede imaginársela. A todos les maravillaba mi barba, que era bermeja entonces; la acariciaban largamente.
  Son insensibles al dolor y al placer, salvo al agrado que les dan la carne cruda y rancia y las cosas fétidas. La falta de imaginación los mueve a ser crueles.
  He hablado de la reina y del rey; paso ahora a los hechiceros. He escrito que son cuatro; este número es el mayor que abarca su aritmética. Cuentan con los dedos uno, dos, tres, cuatro, muchos; el infinito empieza en el pulgar. Lo mismo, me aseguran ocurre con las tribus que me rodean en las inmediaciones de Buenos-Ayres. Pese a que el cuatro es la última cifra de que disponen, los árabes que trafican con ellos no los estafan, porque en el canje todo se divide por lotes de uno, de dos, de tres y de cuatro, que cada cual pone a su lado. Las operaciones son lentas pero no admiten el error o el engaño. De la nación de los Yahoos, los hechiceros son realmente los únicos que han suscitado mi interés. El vulgo les atribuye el poder de cambiar en hormigas o en tortugas a quienes así lo desean; un individuo que advirtió mi incredulidad demostró un hormiguero, como si éste fuera una prueba. La memoria les falta a los Yahoos o casi no la tienen; hablan de los estragos causados por una invasión de leopardos, pero no saben si ellos la vieron o sus padres o si cuentan un sueño. Los hechiceros la poseen, aunque en grado mínimo; pueden recordar a la tarde hechos que ocurrieron en la mañana o aún la tarde anterior. Gozan también de la facultad de la previsión; declaran con tranquila certidumbre lo que sucederá dentro de diez o quince minutos. Indican, por ejemplo: Una mosca me rozará la nuca o No tardaremos en oír el grito de un pájaro. Centenares de veces he atestiguado este curioso don. Mucho he cavilado sobre él. sabemos que el pasado, el presente y el porvenir ya están, minucia por minucia, en la profética memoria de Dios, en Su eternidad; lo extraño es que los hombres puedan mirar, indefinidamente, hacia atrás pero no hacia delante. Si recuerdo con toda nitidez aquel velero de alto bordo que vino de Noruega cuando yo contaba apenas cuatro años ¿a qué sorprenderme del hecho de que alguien sea capaz de prever lo que está a punto de ocurrir? Filosóficamente la memoria no es menos prodigiosa que la adivinación del futuro; el día de mañana está más cerca de nosotros que la travesía del Mar Rojo por los hebreos que, sin embargo, recordamos. A la tribu le está vedado fijar los ojos en las estrellas, privilegio reservado a los hechiceros. Cada hechicero tiene un discípulo, a quien instruye desde niño en las disciplinas secretas y que lo sucede a su muerte. Así siempre son cuatro, número de carácter mágico, ya que es el último a que alcanza la mente de los hombres. Profesan, a su modo, la doctrina del infierno y del cielo. Ambos son subterráneos.  En el infierno, que es claro y seco, morarán los enfermos, los ancianos, los maltratados, los hombres-monos, los árabes y los leopardos; en el cielo, que se figuran pantanoso y oscuro, el rey, la reina, los hechiceros, los que en la tierra han sido felices, duros y sanguinarios. Veneran así mismo a un dios, cuyo nombre es Estiércol, y que posiblemente han ideado a imagen y semejanza del rey; es un ser mutilado, ciego, raquítico y de ilimitado poder. Suele asumir la forma de una hormiga o de una culebra.
  A nadie le asombrará, después de lo dicho, que durante el espacio de mi estadía no lograra la conversión de un solo Yahoo. La frase Padre nuestro los perturbaba, ya que carecen del concepto de la paternidad. No comprenden que un acto ejecutado hace nueve meses pueda guardar alguna relación con el nacimiento de un niño; no admiten una causa tan lejana y tan inverosímil. Por lo demás, todas las mujeres conocen el comercio carnal y no todas son madres.
  El idioma es complejo. No se asemeja a ningún otro de los que yo tenga noticia. No podemos hablar de partes de la oración, ya que no hay oraciones. Cada palabra monosílaba corresponde a una idea general, que se define por el contexto o por los visajes. La palabra nrz, por ejemplo, sugiere la dispersión o las manchas; puede significar el cielo estrellado, un leopardo, una bandada de aves, la viruela, lo salpicado, el acto de derramar o la fuga que sigue a la derrota. Hrl, en cambio, indica lo apretado o lo denso; puede significar la tribu, un tronco, una piedra, un montón de piedras, el hecho de apilarlas, el congreso e los cuatro hechiceros, la unión carnal y un bosque. Pronunciada de otra manera o con otros visajes, cada palabra puede tener un sentido contrario. No nos maravillemos con exceso; en el verbo to cleave vale por el hendir y adherir. Por su puesto, no hay oraciones, ni siquiera frases truncas.
  La virtud intelectual de abstraer que semejante idioma postula, me sugiere que los Yahoos, pese a su barbarie, no son un anación primitiva sino degenerada. Confirman esta conjetura las inscripciones que he descubierto en la cumbre de la meseta y cuyos caracteres, que se asemejan a las runas que nuestros mayores grababan, ya no se dejan descifrar por la tribu. Es como si ésta hubiera olvidado el lenguaje escrito y sólo le quedara el oral.
   Las diversiones de la gente son las riñas de gatos adiestrados y las ejecuciones. Alguien es acusado de atentar contra el pudor de la reina o de haber comido a la vista de otro; no hay declaración de testigos ni confesión y el rey dicta su fallo condenatorio. El sentenciado sufre tormentos que trato de no recordar y después lo lapidan. La reina tiene derecho de arrojar la primera piedra y la última, que suele ser inútil. El gentío pondera su destreza y la hermosura de sus partes y la aclama con frenesí, arrojándole rosas y cosas fétidas. La reina, sin una palabra, sonríe.
  Otra costumbre de la tribu son los poetas. A un hombre se le ocurre ordenar seis o siete palabras, por lo general enigmáticas. No puede contenerse y las dice a gritos, de pie, en el centro de un círculo que forman, tendidos en la tierra, los hechiceros y la plebe. Si el poema no excita, no pasa nada; si las palabras del poeta los sobrecogen, todos se apartan de él, en silencio, bajo el mandato de un horror sagrado (under a holy dread). Sienten que lo ha tocado el espíritu; nadie hablará con él ni lo mirará, ni si quiera su madre. Ya no es un hombre sino un dios y cualquiera puede matarlo. El poeta, si puede, busca refugio en los arenales del Norte.
  He referido ya cómo arribé a la tierra de los Yahoos. El lector recordará que me cercaron, que tiré al aire untito de fúsil y que tomaron la descarga por una suerte de trueno mágico. Para alimentar ese error, procuré andar siempre sin armas. Una mañana de primavera, al rayar el día, nos invadieron bruscamente los hombres-monos; bajé corriendo de la cumbre, arma en mano, y maté dos de esos animales. Los demás huyeron, atónitos. Las balas, ya se sabe, son invisibles. Por primera vez en mi vida, oí que me aclamaban. Fue entonces, creo, que la reina me recibió. La memoria de los Yahoos es precaria; esa misma tarde me fui. Mis aventuras en la selva no importan. Di al fin con una población de hombres negros, que sabían arar, sembrar y rezar y con los que me entendí en portugués. Un misionero romanista, el padre Fernández, me hospedó en su cabaña y me cuidó hasta que pude reanudar mi penoso viaje. Al principio me causaba algún asco verlo abrir la boca sin disimulo y echar adentro piezas de comida. Yo me tapaba con la mano o desviaba los ojos; a los pocos días me acostumbré. Recuerdo con agrado nuestros debates en materia teológica. No logré que volviera a la genuina fe de Jesús.
  Escribo ahora en Glasgow. He referido mi estadía entre los Yahoos, pero no su horror esencial, que nunca me deja del todo y que me visita en los sueños. En la calle creo que me cercan aún. Los Yahoos, bien lo sé, son un pueblo bárbaro, quizás el más bárbaro del orbe, pero sería una injusticia olvidar ciertos rasgos que los redimen. Tiene instituciones, gozan de un rey, manejan un lenguaje basado en conceptos genéricos, creen, como los hebreos y los griegos, en la raíz divina de la poesía y adivinan que el alma sobrevive a la muerte del cuerpo. Afirman la verdad de los castigos y de las recompensas. Representan, en suma, la cultura, como la representamos nosotros, pese a nuestros muchos pecados. No me arrepiento de haber combatido en sus filas, contra los hombres-monos. Espero que el Gobierno de Su majestad no desoiga lo que se atreve a sugerir este informe.”





* doy a la ch el valor que tiene en la palabra loch. (Nota del autor.)

RUTINA

RUTINA

Por Héctor Abad Faciolince

Esa felicidad,
esa seguridad
de repetir los mismos gestos cada día.
Exprimir las naranjas,
preparar el café,
tostar las rebanadas
de pan,
untar la mermelada.
Darle a la vida

el ciclo regular de los planetas,
acostarse a las once,
levantarse a las seis,
sentir que cae el agua
tibia, plácida,
encima de tus hombros,
usar siempre
el mismo jabón, el mismo champú,
la misma loción
–la que usaba tu padre–.

Protestar por lo malo
que se ha vuelto el periódico,
el de toda la vida,
el pan de cada día,
y volver a comprarlo
con ese mismo asco resignado
de tener que cagar
una mañana sí y otra también.

Usar siempre los mismos
viejos zapatos que se parecen
más a ti que tus pies.

Vestirte
con el eterno azul
que te vuelve invisible,
felizmente invisible.

Sentir que tú eres tú,
que yo soy yo.
Ir a los mismos sitios,
comer las mismas cosas,
jueves frisoles,
lunes pescado,
sábados arroz...

Visitar a tu hermana todos los veranos
y pensar que envejece,
pero decirle siempre que no cambia,
que no cambie.

Recordar a los muertos
en cada aniversario;
enviar tarjetas cursis
en cada cumpleaños.

Planear de nuevo el viaje
que nunca emprenderemos.

No poder soportar
que ya no haya tranvía,
que hayan movido
la parada del bus
a la otra manzana,
que hayan quebrado los ferrocarriles,
que nadie escriba cartas
y haya que adaptarse
al correo electrónico,
tan vulgar, tan urgente,
la vida un permanente
telegrama.

Resistirse a llevar en el bolsillo
un teléfono,
detestar que el dinero
sea de plástico
y no de plata, de oro o tan siquiera
de papel.

Que el mismo corte de pelo
te lo haga siempre el mismo peluquero,
que tengas siempre gripa por enero,
que el primero
y el quince
llegue la quincena.

Desayunar trancado,
almorzar abundante,
cenar poco,
quejarse de la gota, de la bilis,
de la memoria y de la digestión.

Creer que nunca sueñas.
Recordar ese chiste
de tu única esposa:

“Aquí se picha los viernes
estés vos o no estés vos”,
y hacer hasta lo imposible
cada viernes
por encaramarte en ella
con ganas o sin ganas
porque l’appetito vien mangiando
como dicen en Turín.

Negar que eres un soso,
un rutinario
con el verso aprendido de un amigo:
“La vida se soporta
tan doliente y tan corta
solamente por eso.”

Caminar por la calle ensimismado,
ausente de este mundo,
rumiando en tu cabeza
historias, frases, viajes, desventuras,
crímenes, adulterios, melodramas, incestos,
abortos, heroínas, traiciones, sacrificios,
saber que todo drama
está en tu calavera,
que la gran aventura
ocurre en las paredes de tu cráneo,
que nunca habrá más grande sensación
(orgías, drogas, sueños)
que aquello que imaginas.

Que la vida consiste en perdonarnos
las ofensas que hacemos,
los gestos que no hicimos,
los silencios cobardes,
los fingidos afectos,
las mentiras.

Y escribir cada día,
ganar la lotería
de al menos una frase
que nadie ha dicho nunca,
tener un pensamiento
que todos han tenido,
pero decirlo bien
con todas las vocales,
con todos los sonidos,
con todos los sentidos.

Lograr que la aventura de tu vida
esté en las páginas que escribes,
en los ojos que ahora
pulen un heptasílabo,
quitan o ponen una coma, una tilde, un acento,
en los ojos que ahora se detienen
complacidos tal vez
o entretenidos
en un punto, este punto: 

VUELVE EL CUENTO DE LA NEGOCIACIÓN

VUELVE EL CUENTO DE LA NEGOCIACIÓN
Por Claudia López

Nuestra incapacidad de aprender lecciones parece ilimitada. El cuento de que los narcotraficantes se desmovilizan nos lo vienen echando hace muchos gobiernos. Que Pablo Escobar y su tropa de sicarios se iban a someter a la Justicia. Luego que los del Valle. Luego que los paramilitares. Y ahora que las Bacrim. Entendamos algo de una vez por todas. Los narcotraficantes no se desmovilizan, se transforman y legalizan.
El cuento de la desmovilización de los narcos siempre está precedido de una ola de violencia que presiona el llamado a la paz, luego tenemos un respiro y tensa calma y posteriormente retornamos a un incremento de la violencia, en el que volvemos a afirmar indignados que no negociaremos con narcos y criminales. Un clásico cuadro de ciclotimia.  

Las tretas para caer en el cuento de la desmovilización de los narcos son de variado estilo. Que de queridos nos iban a pagar la deuda externa. Que nos iban a entregar la plata y las rutas. Y el último cuento fue que iban a reparar a las víctimas y contar la verdad. Terminamos en que los extraditaron los cómplices de su verdad y en que a las víctimas las estamos reparando con nuestros impuestos. En últimas, el cuento siempre surge dependiendo de cuánta gente matan y qué tanto le dañan al gobernante de turno las condiciones y estadísticas de seguridad.

En el plano internacional, Colombia lleva 30 años perdidos declarándose ferviente abanderado de la inútil guerra contra las drogas, que en la práctica ha sido la guerra contra los campesinos cocaleros, mientras el resto de la cadena mafiosa, la más rentable, progresa impunemente. Mientras los directores de la Policía ganan condecoraciones y comisiones internacionales con el cuento del “éxito”, en nuestro país recogemos los muertos y padecemos la inseguridad y los prelados de la Iglesia siguen pidiéndole al Presidente que los autorice para negociar con los narcos de turno.

En el plano nacional hace falta que de una vez por todas entendamos que lo que funciona contra las mafias no es la desmovilización falaz sino la justicia eficaz. Y que cada desmovilización falaz deja a la justicia como un hazmerreír y al resto de la sociedad más desprotegida frente a la presión de la siguiente generación mafiosa.  
Además de aceptar esa evidencia y actuar de conformidad, la mayor limitación de la justicia para ser eficaz ha sido la complicidad de sectores políticos y de la Fuerza Pública con la mafia. Mal que bien, gracias a la judicialización de la parapolítica hemos subido el costo de complicidad de la política con la mafia. En cambio, estamos en mora de hacer una depuración de alto nivel en el Ejército y la Policía.

Por el destape de los falsos positivos y por ser receptor de cooperación americana se han incrementado los controles sobre el Ejército. En cambio, la Policía es una rueda suelta, sin controles efectivos y con una altísima corrupción que se oculta bajo la buena imagen de su director.

Llevo meses recorriendo el país investigando los riesgos que se ciernen sobre el proceso electoral de este año. Una de las conclusiones a las que he llegado es que la actual división territorial de la mafia consiste en que la bacrim Erpac (la de alias ‘El loco Barrera’ y el desaparecido alias ‘Cuchillo’) trabaja en llave con sectores del Ejército para controlar las rutas de salida a lo largo de la frontera con Venezuela, desde Arauca pasando por Vichada y Vaupés, hasta la frontera con Brasil en el Amazonas. Y que las mafias de la otra mitad del país, (Rastrojos, Paisas y Urabeños) se disputan el control de las salidas por Norte de Santander, la Costa Caribe y la Costa Pacífica y trabajan más en llave con sectores de la Policía, aunque también del Ejército, según su presencia. Esa es la división de los dos grandes carteles de hoy. 

Tanto los sectores del Ejército como de la Policía integrantes de estas mafias se encargan fundamentalmente de custodiar el transporte y embarque “seguro” de la droga, por lo cual son jugosamente recompensados.
Las Farc, por su parte, han perdido capacidad de administrar rutas y embarques exclusivos, excepto en Arauca y otras zonas de la frontera selvática con Venezuela y también con Ecuador.

Entre la Fuerza Pública y las bacrim han hecho replegar a las Farc y las han relegado a producir pasta de coca y vendérsela a la bacrim del respectivo territorio, que es la que usualmente tiene la ventaja de refinamiento, transporte y exportación. Los narcos contrainsurgentes también son cosa del pasado. 

La Policía es hoy a las bacrim lo que el Ejército fue en su momento a los paramilitares. Es decir, es el factor armado determinante para su operación, expansión e impunidad. Con los paramilitares reconocimos los errores demasiado tarde. Actuemos para que nuestra ceguera e incapacidad histórica no se repita de nuevo con las bacrim.

MEMORIAS POR CONSTRUIR

MEMORIAS POR CONSTRUIR

Por CLAUDIA LÓPEZ

Uno de los mejores legados, quizás el único, por el que valió la pena la Ley de Justicia y Paz fue la creación de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, CNRR. No sólo porque es, que yo recuerde, el primer escenario institucional en el que se reconoce a las víctimas y se les da voz, sino también porque tuvo el acierto de constituir un Grupo de Memoria Histórica para reconstruir las raíces de nuestro actual conflicto.
Me temo que uno de los efectos que lamentaremos en el futuro, cuando entre en vigencia la Ley de Víctimas, es la desaparición de este Grupo de Memoria Histórica y también de la propia Comisión. Aunque he tenido diferencias con planteamientos de la Comisión, y muchas más con su vocero, Eduardo Pizarro, reconozco el talante plural del debate con la Comisión y la independencia académica que le permitieron al Grupo de Memoria Histórica para empezar su tarea.
En el nuevo gobierno, el Presidente Santos empeñó parte de su capital político en sacar adelante la Ley de Víctimas, pero el Vicepresidente Garzón ha empeñado parte del suyo en menoscabar el legado de la Comisión. Por razones que desconozco, Garzón empezó con una especie de animadversión personal contra Pizarro, que evolucionó en desprecio generalizado por lo actuado por la Comisión y en una toma hostil de la misma. Espero que esas nimiedades personales y políticas influyan lo menos posible en la transición institucional del tema de víctimas y por el contrario podamos retomar el legado de la Comisión para afrontar los nuevos desafíos de la Ley de Víctimas. Uno de esos desafíos es la reconstrucción de la memoria histórica.
En el tire y afloje de la Ley de Víctimas finalmente parece haberse llegado a un acuerdo sobre tres fechas emblemáticas. 1991 será el año a partir del cual se calcule el despojo de tierras y se avalen los procesos de restitución. 1984 será el año a partir del cual se hará reparación económica y administrativa. Y de 1984 hacia atrás se hará reparación simbólica, enfocada en memoria histórica, para quienes se consideren víctimas. Para cualquiera de los efectos, el esfuerzo de reconstrucción de los hechos va a ser monumental. ¿Qué legado nos deja al respecto el Grupo de Memoria Histórica que derivó de la Ley de Justicia y Paz?
He leído todas las publicaciones del Grupo de Memoria Histórica y tengo el mayor aprecio y admiración por sus miembros y por su labor. Pero leyendo su producción he llegado a la conclusión de que realmente no hicieron memoria histórica. Lo que hicieron fue una selección de casos emblemáticos, usualmente masacres, y reconstruyeron la ocurrencia de las mismas. Lo hicieron de una manera humana y profesional magistral, pero ese trabajo dista mucho de ser la memoria histórica del actual conflicto.
El Grupo no trazó una hoja de ruta para reconstruir el conjunto de hechos, actores, factores y períodos que constituyen la memoria histórica de nuestro conflicto. Se limitaron a señalar 1964 como el año emblemático de inicio del conflicto actual y a reconstruir algo más de una decena de casos. En consecuencia, la tarea de memoria histórica está prácticamente por hacer.
Mucho se discutirá en los próximos meses al respecto. Para empezar a contribuir a ese debate, dejo dos aportes iniciales. De una parte, creo que desconocer la conexidad histórica entre el surgimiento de movimientos de autodefensa campesina, que evolucionaron en guerrillas, en particular las Farc, con la violencia política originada en el magnicidio de Jorge Eliecer Gaitán en 1948 no sólo es desacierto sino ceguera. Por eso me parece desacertada la fecha de 1964 como referente de memoria histórica de nuestro actual conflicto. Sugiero en cambio que se considere el año 1946. Para profundizar esa discusión invito a la lectura de dos textos. El libro “Mataron a Gaitán” de Hebert Braun y la ponencia  (http://es.scribd.com/full/53456453?access_key=key-8zictkucp0vkt8ntwf8.) de María Valencia sobre el genocidio del Movimiento Gaitanista.
De otra parte, me parece igualmente ciego el intento, casi desesperado, de negar la conexidad histórica entre las autodefensas organizadas por el Gobierno desde 1964, como respuesta a la violencia de bandoleros y guerrilleros, y las posteriores autodefensas de los 80s, como las Autodefensas del Magdalena Medio.
Si ni siquiera eso, que es un hecho histórico que no afecta a personajes vivos, es difícil de reconocer, más lo es reconocer la conexidad entre las otrora autodefensas del Magdalena Medio y su posterior evolución en grupos narcoparamilitares, muchos amparados bajo la figura de las Convivir, y su posterior fusión en las llamadas AUC, que en cambio sí afecta a toda una gama de vivos. Para darse una idea de la magnitud de la diferencia en este tema, recomiendo la lectura de la revista Arcanos #13 de la Corporación Nuevo Arco Iris y el texto sobre Disidentes, Rearmados y Emergentes de la CNRR. (http://es.scribd.com/full/53455943?access_key=key-9ykopg9owcw8zqtpjec).
El debate está abierto. Por difícil que resulte, si se aprueba la Ley de Víctimas, la tarea de reconstrucción de la memoria histórica de nuestro conflicto ya no será optativa, casuística o académica. Será mandato legal y deber histórico.

lunes, 11 de julio de 2011

50 AÑOS SIN HEMINGWAY

POR JUAN CARLOS BOTERO


Hace 50 años, Ernest Hemingway despertó temprano y vio que su esposa, Mary Welsh, aún dormía.
Era una mañana clara en Ketchum, Idaho, y el escritor se levantó en silencio de la cama. Se puso una bata y bajó a la sala. Pasó a la cocina y buscó las llaves del sótano que Mary había escondido, porque allí guardaban las armas de caza. Descendió al sótano, abrió el armario y escogió una escopeta Boss de dos cañones para matar palomas. Tomó una caja de municiones, regresó al salón y se sentó en el vestíbulo. Luego cargó el arma y asentó la culata en el piso de baldozas. Apoyó la frente contra los cañones, y con las yemas de los dedos buscó los gatillos. Mary despertó con el estruendo.
Hacía rato que Hemingway deseaba morir. Estaba inmerso en una honda depresión y ya tenía el aspecto de un hombre derrotado. Una mañana Mary lo encontró en la casa con una pistola cargada, mirando con tristeza a través de las ventanas. Otro día, dos enfermeros lo detuvieron cuando se llevó un revólver a la garganta. Días después, mientras volaban hacia un hospital en Rochester, Hemingway aprovechó la escala en un aeropuerto para dirigirse hacia las hélices de un avión encendido en la pista. Sin duda, la distancia entre la leyenda del gran escritor y la triste figura que procuraba matarse, era abismal.
Quizás lo más asombroso, sin embargo, es que su cuerpo hubiera resistido tanto garrote. Durante la I Guerra Mundial, en Italia, una bomba de chatarra estalló en su trinchera, y le sacaron 237 pedazos de metal del cuerpo. Entre 1930 y 1944, sufrió dos accidentes graves de automóvil. Un día mientras pescaba, se baleó las piernas al dispararle a un tiburón. En 1954, la avioneta en que viajaba se desplomó en Kenia y casi pierde la vida; dos días más tarde, la avioneta que lo rescató también se accidentó, y el escritor se abrió el cráneo. Al mes, mientras ayudaba a sofocar un incendio en la sabana africana, cayó entre las llamas. A lo último, poco antes de morir, veía mal, padecía delirios de persecución y amnesia. Pero su mayor tormento era su incapacidad de escribir.
Para entonces, Hemingway lloraba ante el reto de anotar una frase sencilla. Escribir era el norte de su vida, y todo lo que hacía alimentaba sus textos: no escribía para vivir, sino que vivía en función de escribir. Cazaba, amaba, pescaba, iba a guerras y veía corridas, no tanto por amor a la aventura sino para nutrir su obra. Hemingway fue un autor moderno, creador de una de las prosas más influyentes del siglo XX, pero vivía obsesionado con valores clásicos. Desempolvó conceptos como el honor, el coraje y el actuar sin trampas o atajos, pues para él lo valioso no era el premio al final de la odisea sino la conducta del héroe durante la prueba que lo destruye. Desde esa óptica, su obra maestra fue Santiago, el anciano de El viejo y el mar.
Sí, han pasado 50 años sin Hemingway, pero su arte sigue vivo e intacto. ¿Cómo entender, entonces, que él se hubiera suicidado? Carlos Fuentes ofrece la clave: “¿Somos sólo lo que fuimos un día, el día en que la voluntad, la necesidad y el azar —la suma del destino— se reunieron para ofrecernos nuestra máxima posibilidad? ¿Podemos o merecemos vivir después de ese momento?”. Hemingway respondió con un triste no, y entonces apretó los gatillos de la escopeta.


LOS ASESINOS

Por Ernest Hemingway


La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.

-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.
-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?
-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.

-Todavía no está listo.
-¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta?
-Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.
George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.
-Son las cinco.
-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.
-Adelanta veinte minutos.
-Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?
-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté.
-A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.
-Esa es la cena.
-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?
-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado...
-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.

-Dame tocineta con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.
-¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.
-Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol y otras bebidas gaseosas -enumeró George.
-Dije si tienes algo para tomar.
-Sólo lo que nombré.
-Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?
-Summit.

-¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.
-No -le contestó éste.
-¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.
-Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.
-Así es -dijo George.
-¿Así que crees que así es? -Al le preguntó a George.
-Seguro.
-Así que eres un chico vivo, ¿no?
-Seguro -respondió George.
-Pues no lo eres -dijo el otro hombrecito-. ¿No es cierto, Al?
-Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó-: ¿Cómo te llamas?
-Adams.
-Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No es vivo, Max?
-El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.
George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocineta con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.
-¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.
-¿No te acuerdas?
-Jamón con huevos.

-Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.
-¿Qué miras? -dijo Max mirando a George.
-Nada.
-Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.
-En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.
George se rió.
- no te rías -lo cortó Max-. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes?
-Está bien -dijo George.
-Así que piensas que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.

-Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.
-¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a Max.
-Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-, anda con tu amigo del otro lado del mostrador.
-¿Por? -preguntó Nick.
-Porque sí.
-Mejor pasa del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.
-¿Qué se proponen? -preguntó George.
-Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?
-El negro.
-¿El negro? ¿Cómo el negro?
-El negro que cocina.
-Dile que venga.
-¿Qué se proponen?
-Dile que venga.
-¿Dónde se creen que están?
-Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?
-Por lo que dices, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este chico? -y luego a George-: Escucha, dile al negro que venga acá.
-¿Qué le van a hacer?
-Nada. Piensa un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?
George abrió la portezuela de la cocina y llamó:
-Sam, ven un minutito.
El negro abrió la puerta de la cocina y salió.
-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.
-Muy bien, negro -dijo Al-. Quédate ahí.
El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:
-Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.
-Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro. Tú también, chico vivo.

El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, el lugar había sido una taberna.
-Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?
-¿De qué se trata todo esto?
-Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.
-¿Por qué no le cuentas? -se oyó la voz de Al desde la cocina.
-¿De qué crees que se trata?
-No sé.

-¿Qué piensas?
Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.
-No lo diría.
-Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.
-Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escúchame, chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.
-Dime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué piensas que va a pasar?
George no respondió.
-Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?
-Sí.

-Viene a comer todas las noches, ¿no?
-A veces.
-A las seis en punto, ¿no?
-Si viene.
-Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?
-De vez en cuando.

-Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como tú, está bueno ir al cine.
-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
-Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.
-Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.
-¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.
-Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.
-Cállate -dijo Al desde la cocina-. Hablas demasiado.
-Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?
-Hablas demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.
-¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?
-Uno nunca sabe.

-En un convento judío. Ahí estuviste tú.
George miró el reloj.
-Si viene alguien, dile que el cocinero salió. Si después de eso se queda, le dices que cocinas tú. ¿Entiendes, chico vivo?
-Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?
-Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.
George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de la calle se abrió y entró un conductor de tranvías.

-Hola, George -saludó-. ¿Me sirves la cena?
-Sam salió -dijo George-. Volverá en alrededor de una hora y media.
-Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
-Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Eres un verdadero caballero.
-Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.
-No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.
A las siete menos cinco George habló:
-Ya no viene.

Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos "para llevar", como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en las bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó. El cliente pagó y salió.
-El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.
-¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
-Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.
Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.
-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.
-Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.
En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.
-¿Por qué carajo no consigues otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se marchó.
-Vamos, Al -insistió Max.

-¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?
-No va a haber problemas con ellos.
-¿Estás seguro?
-Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.
-No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, tú hablas demasiado.
-Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?
-Igual hablas demasiado -insistió Al. Éste salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con las manos enguantadas.
-Adiós, chico vivo -le dijo a George-. La verdad es que tuviste suerte.
-Cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.
Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.

-No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. No quiero que vuelva a pasarme.
Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en la boca.
-¿Qué carajo...? -dijo pretendiendo seguridad.
-Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.

-¿A Ole Andreson?
-Sí, a él.
El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.
-¿Ya se fueron? -preguntó.
-Sí -respondió George-, ya se fueron.
-No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.
-Escucha -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.
-Está bien.
-Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene meterte.
-Si no quieres no vayas -dijo George.
-No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantente al margen.
-Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?
El cocinero se alejó.

-Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer -dijo.
-Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.
-Voy para allá.
Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.
-¿Está Ole Andreson?
-¿Quieres verlo?
-Sí, si está.

Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.
-¿Quién es?
-Alguien que viene a verlo, señor Andreson -respondió la mujer.
-Soy Nick Adams.
-Pasa.

Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.
-¿Qué pasa? -preguntó.

-Estaba en el negocio de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.
Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.
-Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.
Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.
-George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.
-No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente.
-Le voy a decir cómo eran.

-No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a avisarme.
-No es nada.
Nick miró al grandote que yacía en la cama.
-¿No quiere que vaya a la policía?
-No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea.
-¿No hay nada que yo pueda hacer?
-No. No hay nada que hacer.
-Tal vez no lo dijeron en serio.
-No. Lo decían en serio.
Ole Andreson volteó hacia la pared.
-Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.

-¿No podría escapar de la ciudad?
-No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar.
Seguía mirando a la pared.
-Ya no hay nada que hacer.
-¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?
-No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.
-Mejor vuelvo adonde George -dijo Nick.

-Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.
Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.
-Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: "Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este", pero no tenía ganas.
-No quiere salir.
-Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?
-Sí, ya sabía.

-Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan amable.
-Bueno, buenas noches, señora Hirsch -saludó Nick.
-Yo no soy la señora Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la señora Bell.
-Bueno, buenas noches, señora Bell -dijo Nick.
-Buenas noches -dijo la mujer.

Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.
-¿Viste a Ole?
-Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.

El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.
-No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.
-¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.
-Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.
-¿Qué va a hacer?
-Nada.
-Lo van a matar.
-Supongo que sí.
-Debe haberse metido en algún lío en Chicago.
-Supongo -dijo Nick.
-Es terrible.
-Horrible -dijo Nick.
Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.
-Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.
-Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.
-Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.
-Sí -dijo George-. Es lo mejor que puedes hacer.
-No soporto pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es realmente horrible.
-Bueno -dijo George-. Mejor deja de pensar en eso.
FIN