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domingo, 22 de mayo de 2011

BORGES: EL ENSAYO COMO ARGUMENTO IMAGINARIO




BORGES: EL ENSAYO COMO ARGUMENTO IMAGINARIO 

POR JOSÉ MIGUEL OVIEDO 



Borges fue un maestro en desvanecer la frontera entre la ficción y el ensayo: no pocos de sus textos pueden leerse bajo la lupa de ambos géneros. José Miguel Oviedo analiza los mecanismos de la prosa del argentino y refrenda una de sus más apreciables virtudes: la de otorgarle al lector una libertad absoluta para cerrar o abrir el final de un escrito. 

Al Borges ensayista le debemos por lo menos dos cosas: la incorporación de un enorme repertorio de autores y obras que de otro modo habrían permanecido ajenos a nuestra tradición literaria, y el arte de razonar, alrededor de ellos, con argumentos que estimulan la libertad de nuestra imaginación. Ésas son precisamente dos de las mayores cualidades a las que puede aspirar un ensayista, cuya tarea es pensar y enseñar a pensar por cuenta propia. 

Lo curioso es que, si uno revisa la producción ensayística de Borges, que comienza, muy poco después de iniciarse como poeta, con el primer volumen de Inquisiciones (1925) —que él excluiría sistemáticamente de sus Obras completas—, podrá comprobar que casi no hay libros orgánicos o extensos en ella, y que está compuesta básicamente por textos muy breves, modestos comentarios de lecturas, simples reseñas, prólogos y otras piezas ocasionales. Es decir, casi todo sugiere la presencia de un ensayista que quería ser visto sobre todo como un diligente lector, no como un ambicioso pensador. A Borges le importaba poco aparecer como un escritor "original"; prefería ser visto como alguien que reflexionaba con discreción, sólo guiado por el afán de comunicar el mismo placer que había experimentado al recorrer ciertos textos. Ésa era su justificación para apropiarse —mediante la lectura y la escritura— obras ajenas y hacerlas suyas en un grado que sólo ahora, gracias a las modernas teorías sobre la función del lector y la creación del sentido textual, podemos entender en todos sus alcances. En su "Nota sobre (hacia) Bernard Shaw", incluida en Otras inquisiciones (1952)1 —que puede considerarse su libro medular de ensayista, pese a que su contextura no difiere mucho de los otros—, Borges afirma algo cuya radical novedad pocos advirtieron entonces: 

La literatura no es agotable, por la suficiente y simple razón de que un solo libro no lo es. El libro no es un ente incomunicado: es una relación, es un eje de innumerables relaciones. Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída: si me fuera otorgado leer cualquier página actual —ésta, por ejemplo— como la leerán el año dos mil, yo sabría cómo será la literatura el año dos mil. (158) 

Esta concepción abriría más tarde caminos inéditos para el ejercicio literario entre nosotros; más concretamente: para el modo de pensar ese ejercicio, lo que tiene consecuencias directas sobre la práctica y la función del ensayo. 

Esa idea permea por igual los géneros que cultivó Borges, todos ellos caracterizados por su brevedad; es bien conocida su paradójica relación con la novela, género del que fue un constante lector (y hasta traductor), pero que se negó "enérgicamente" (el adverbio es suyo) a cultivar. Es, en verdad, impropio hablar de "géneros" en el caso de Borges, porque continuamente escribió en los intersticios de ellos, creando ambigüedades y reverberaciones textuales que parodian los límites establecidos por la retórica entre esas categorías del discurso literario. Su obra puede verse como un conjunto de círculos concéntricos que se comprimen o expanden a voluntad, y en el que todo remite al centro que lo genera. 

Borges es un virtuoso en la práctica de la cita interna, el eco de otra voz alojada en la suya, reiteración de ciertos símbolos y metáforas, reanimadas por leves variantes; esas variantes circulan de un texto a otro, emigrando de un poema para ir a parar a un cuento y reaparecer en un ensayo. En verdad, lo que hay es una constante operación de trasvase que se organiza como un sistema de extraordinaria coherencia y cuyo perfil todos reconocemos gracias a ciertas marcas lingüísticas, poéticas e intelectuales. 

El centro del estatuto borgesiano está dado por la noción de invención, entendida ésta como la capacidad de crear ideas nuevas aun a partir de las más conocidas. Borges trabaja con arquetipos establecidos por la colaboración de muchos a través de los siglos: una cadena de préstamos y transformaciones que nos permite ver una vieja verdad desde otro ángulo, como si la hubiésemos formulado nosotros —o al menos nos deja jugar con esa hipótesis. Así, el lenguaje expositivo y analítico del ensayo incorpora los elementos de la ficción y los recursos de la metáfora poética. Sin duda, Borges es un escritor libresco, pero lo es de un modo también paródico: en la enorme biblioteca que nos dispensa su obra, los libros que ha inventado para burlar a los eruditos son elementos importantes, y no menos la presencia de su mayor ficción: ese fantasmal "Borges" que se inventa a sí mismo como creador y lector de todos esos libros. 

Hay varios indicios de que uno de sus secretos propósitos era borrar las fronteras que separan el ensayo de la ficción. Por un lado, tenemos los cuentos que, como "Examen de la obra de Herbert Quain", "Pierre Menard, autor del Quijote" o "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", adoptan la forma de la nota bibliográfica, la necrología literaria o la especulación científica, más cercanas al campo ensayístico que al de la ficción. Se trata, en realidad, de cuentos que carecen de una línea argumental y de dos elementos fundamentales del lenguaje narrativo: la intriga y la evolución dramática de los personajes. Sin embargo, los leemos como "cuentos" porque se presentan como modelos del arte de imaginar y fantasear con las más extrañas y asombrosas posibilidades concebidas por la mente humana. 

Inversamente, no pocos ensayos de Borges pueden ser leídos como relatos o alegorías cuya función "narrativa" es la de iluminar cuestiones estéticas o metafísicas. Un notable ejemplo de eso es "El acercamiento a Almootásim", que apareció primero como una de "Dos notas" en el libro de ensayos Historia de la eternidad (1936) y luego emigró a Ficciones (1944); es decir, el autor propuso dos lecturas distintas del mismo texto, facilitadas por su indefinición genérica. 

Al plantear la argumentación intelectual como un vehículo para estimular nuestra imaginación y conducirla al reino de lo ficticio, Borges produjo un cambio cualitativo en el lenguaje y el propósito habituales del ensayo. En Otras inquisiciones hay un texto titulado "La flor de Coleridge" que trata uno de sus motivos favoritos: el de la creación literaria como un conjunto limitado de imágenes y formas que se despliegan en una serie infinita de distintas versiones, dentro de la cual se confunden el original y la copia o, mejor aún, no existe ni uno ni otra. En el mismo libro aparece otro texto sobre el autor inglés, cuyo título hace explícito su asunto: "El sueño de Coleridge"; en él vincula la actividad literaria a la onírica, lo que nos recuerda que el mundo puede ser también ilusorio. Aunque sólo nos ocuparemos del primero, conviene leerlos como textos a la vez paralelos y divergentes. Éste es un rasgo significativo del arte ensayístico de Borges: el examen de cualquier tema es continuo y circular, lo que justifica la presencia de notas y postdatas que revisan lo ya examinado.
Sus razonamientos suelen seguir un método paradójico cuyos pasos se adaptan a un esquema bastante reconocible: el planteamiento de una teoría o cuestión —de índole literaria, filosófica o intelectual— en principio problemática y difícil de aceptar; el resumen de las varias y discrepantes interpretaciones que esa cuestión ha tenido a lo largo del tiempo y los posibles errores que las invalidan; el examen de las alternativas que el asunto permite, incluyendo la suya; y la sospecha de que su nueva propuesta no está necesariamente exenta de alguna secreta falacia, lo que nos obliga a repensar todo otra vez. 

Esto último es fundamental, porque deja al lector en libertad para pensar o imaginar lo que quiera, y confirma además la ironía y el escepticismo filosófico de Borges respecto de las leyes que rigen el conocimiento humano y su búsqueda de la verdad. 

Varios de esos pasos aparecen en "La flor de Coleridge". El ensayo comienza con una cita de Paul Valéry que contiene una idea casi asombrosa: la de que la verdadera historia de la literatura no debería hablar de autores y obras, sino presentar "La Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura" (17). Aunque su punto de partida es una idea ajena, Borges inmediatamente la asimila a su sistema, agregando que la sorprendente teoría de Valéry en verdad tampoco es original: un siglo antes, el Espíritu, a través de "otro de sus infinitos amanuenses" cuyo nombre era Emerson, había observado que existía tal unidad entre todos los libros del mundo que bien podían haber sido redactados por un único "caballero omnisciente". Borges invoca aun a otro "amanuense" anterior, Shelley, quien señaló que todos los poemas son fragmentos de un solo poema infinito. 

Sutilmente, el autor convierte una idea en principio insólita en una especie de constante del pensamiento humano, en parte de una tradición, lo que le permite jugar con otro de sus temas favoritos: el carácter siempre misterioso y sorpresivo de las fuentes literarias. Para realizar su "modesto propósito" (ibid.), presenta tres distintos textos que, al inicio, parecen tener poca relación entre sí. (En el pensamiento de Borges, los textos se conectan de modo insólito o anómalo, negando la cronología y a veces la lógica.) El primero es de Coleridge y contiene una posibilidad casi inconcebible: ¿qué pasaría si un hombre soñara que ha estado en el Paraíso, en prueba de lo cual le dan una flor, y descubriese, al despertar, que tiene esa misma flor en la mano? 

De allí, el ensayista extrae una primera conclusión: la de que, en literatura, "no hay acto que no sea coronación de una infinita serie de causas y manantial de una infinita serie de efectos" (18). En el fondo, la flor es una alegoría que ha reaparecido en la literatura universal, muchas veces y bajo distintos ropajes, sobre los contactos, fascinantes o aterradores, de nuestro mundo con el más allá, que implica un viaje a lo desconocido y una contradicción de todas las evidencias de la realidad normal. En nuestra literatura, quizá uno de los ejemplos más conocidos sea el cuento "Lanchitas" (1878), de José María Roa Bárcenas (1827-1908), en el que un cura que asiste a un moribundo, deja olvidado su pañuelo en casa de éste y, cuando va a recogerlo, descubre que el lugar no ha sido habitado por largos años; es decir, ha estado en el mundo de los muertos y sólo tiene el pañuelo como prueba de que no ha soñado o no está loco. 

El segundo texto que Borges invoca sobre el tema es The Time Machine(1894) de H.G. Wells, cuyo protagonista realiza un imposible viaje en el tiempo, específicamente hacia el reino del porvenir, del que trae una flor marchita. En este caso, la imaginación literaria converge con las teorías científicas que plantean la posibilidad concreta de realizar un viaje en una u otra dirección del tiempo. En años recientes, este tema ha dejado de ser mera especulación propicia para relatos de ciencia ficción o material para el cine de entretenimiento, para convertirse en motivo de seria reflexión científica. Físicos como el famoso Stephen W. Hawking han escrito obras que examinan esa posibilidad como parte de los problemas esenciales de la física moderna. 

La clave para realizar ese viaje no parece estar en el uso de vistosas naves intergalácticas, sino en aparatos como el acelerador de eones y en el supuesto de que el universo es curvo. Sin embargo, pasar de la teoría a la práctica no es fácil, y exige la solución de cuestiones y paradojas que no son muy distintas de la flor de Coleridge o el pañuelo abandonado del cuento de Roa Bárcenas; por ejemplo, lo que los científicos han llamado "la paradoja del abuelo": si un viajero del tiempo encuentra a su abuelo y lo mata, su existencia como nieto es lógicamente imposible. Todo esto, que Borges no podía haber previsto, demuestra que el movimiento de las ideas no es lineal. Igual que el universo según los nuevos físicos. 

El tercer texto es The Sense of the Past, una novela inconclusa y poco conocida del "triste y laberíntico" (19) Henry James, cuyo héroe hace el viaje inverso al de Wells: regresa al pasado, exactamente al siglo XVIII. El móvil de ese retorno es un retrato que alguien ha pintado de él: pero en el siglo XVIII, en el que, por cierto, no existía. 

De todo esto, Borges extrae una alarmante conclusión: "La causa es posterior al efecto; el motivo del viaje es una de las consecuencias del viaje" (ibid.). Con delicada ironía, el autor alivia el aparente escándalo de la teoría de que "todos los autores son un autor" (19-20) declarando que está respaldada por la visión clasicista para la cual "esa pluralidad importa muy poco" (20), lo que remite otra vez a la idea de Valéry que sirvió como impulso inicial de este ensayo. 

La pieza se cierra con una observación que, nuevamente, parece insostenible, pero que Borges alcanzaría a demostrar de modo magistral: la de que quienes copian "deliberadamente" a otro autor, lo hacen "impersonalmente" porque "confunden a ese escritor con la literatura" (ibid.). Bien sabemos que la puesta en práctica de esa teoría del plagio como suprema o secreta creación es el relato "Pierre Menard, autor del Quijote". Y así, el ensayo que termina siendo un brillante ejercicio de la imaginación se confirma por un relato que asume esa forma menor de la crítica que es —como dijimos al comienzo— la nota necrológica. La circularidad del arte borgesiano pone en el centro de todo el razonamiento imaginativo la libertad del lector para creer lo que quiera. ¿Acaso son otras las virtudes propias del género ensayístico? ~ 

Botella al mar para el Dios de las palabras




Botella al mar para el Dios de las palabras 
Por Gabriel García Márquez



A mis 12 años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: «¡Cuidado!» El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: «¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?» Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los Mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras. 

Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global. 

La lengua española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de 19 millones de kilómetros cuadrados y 400 millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga 54 significados, mientras en la República de Ecuador tienen 105 nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero dijo: «Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es «la color» de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cerveza que sabe a beso? 

Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo veintiuno como Pedro por su casa. En ese sentido me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario, y volvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una? 

Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le lleguen al dios de las palabras. 

A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis 12 años. 

Gabriel García Márquez (Colombia, 1928) Premio Nobel de Literatura 1982 

Intervención de Gabriel García Márquez en el Congreso de Zacatecas, abril de 1997 

Un señor muy viejo con unas alas enormes



Un señor muy viejo con unas alas enormes
Por Gabriel García Márquez
         Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.
         Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.
         — Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.
         Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.
         El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.
         Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.
         Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.
         El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.
         El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.
         Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.
         Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros hombres.
         Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.
         Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.