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lunes, 30 de mayo de 2011

EL AZAROSO OLVIDO DE LA CONDICION HUMANA


EL AZAROSO OLVIDO DE LA CONDICIÓN HUMANA

POR LEÓN VALENCIA

Fuente El Tiempo



Me negué siempre a creer que en los momentos más agudos la guerra pierde toda apariencia política y se extravía en los meandros de las vendettas personales, de las traiciones ominosas, del azaroso olvido de la condición humana, de la negación inmisericorde de la ética. Que el horror se muestra sin vergüenza alguna. Que aparece el interés morboso de que las cosas más horrendas se conozcan. Pero en estos días me he rendido a la evidencia.

Sentí que estábamos en esa triste estación de nuestro conflicto mientras hablaba con Nicolás Rodríguez Bautista, comandante general del Eln, en noviembre pasado, en una entrevista en Caracas. Decía con apremio que sus fuerzas y las del Gobierno estaban peleando palmo a palmo en múltiples regiones del país con una saña que nunca se había visto.

 Él, que ha estado 44 de sus 57 años de vida en la guerra y le ha visto la cara a la muerte mil veces, decía que no hay campo para la piedad, que los umbrales del respeto a la especie se han derrumbado.

 Lo he visto con estupor en las pruebas de supervivencia de los secuestrados que han estado enviando las Farc en estos meses. No hay el menor recato para mostrar a estos seres macilentos y tristes, lacerados en sus cuerpos y vejados en su espíritu, con el pálpito infamante de que están más cerca del hielo de la muerte que de la gracia de la liberación.

 Lo vi de nuevo en estos días cuando 'Raúl Reyes' fue dado de baja en un campamento, en el lado ecuatoriano, y los militares colombianos lo trajeron al país para mostrarlo con sus vísceras reventadas y el torrente de sangre cubriendo su cuerpo destrozado. Lo mantuvieron varios días en Medicina Legal y luego lo enterraron sigilosamente fuera del alcance de la madre de sus hijos, que había venido desde lejos a reclamar su cadáver.

 O cuando 'Rojas', el guerrillero de las Farc, se apareció con una mano cercenada de su compañero de armas, Iván Ríos, ante la fuerza pública, para reclamar la recompensa por haberlo asesinado a traición, quizás mientras estaba durmiendo con su pareja, en una oscura montaña.



Las guerrillas sienten la urgencia de llamar la atención del mundo confirmando que no se van a detener ante nada. Que han pasado por encima de la distinción entre militares y civiles y atacarán por igual a políticos y a combatientes. Que el cuerpo de personas inermes es el principal lugar de la guerra demencial.

 Las fuerzas del Estado saltan las fronteras y vulneran la soberanía de un país vecino para llevar a la muerte a uno de los principales jefes guerrilleros sin reparar en los acompañantes civiles. Luego, acometen con diligencia la tarea de armar un expediente contra el presidente del territorio hermano para tratar de atenuar los airados reclamos de los ofendidos.

 Anuncian también que pagarán a 'Rojas' la recompensa de cinco mil millones de pesos por el asesinato de Ríos reconociendo en la acción macabra del guerrillero una actuación legítima a favor del Estado.

 Todo esto es, desde luego, un terrible juego político. Con los rehenes subyugados en su profunda humanidad, las Farc logran capturar la agenda exterior colombiana y obligan a un diálogo al mundo entero.

 Con la exhibición del cadáver de 'Reyes' y la "mano cercenada" de 'Ríos', el Estado reclama una victoria y anuncia que está a un paso de la derrota total de las Farc. Con el pago de la recompensa aseguran que la traición en las filas enemigas continuará.

 La perversidad absoluta, el olvido de la condición humana, parece despojar a estas acciones de su naturaleza política, pero en realidad los hechos son brutalmente políticos. Unos y otros han entrado en la fase más siniestra del conflicto. Y lo más grave: la sevicia no se detendrá hasta que la guerra termine, porque cada acto brutal de un contendiente es una autorización para que el otro proceda de la misma manera.


EL PÁJARO VERDE


EL PÁJARO VERDE



JUAN EMAR-DIEZ



Así deberíamos llamar este triste relato. Recurriremos a su origen, si es que hay algo en esta vida que tenga origen.

Pero, ¡en fin!, es el caso que allá por el año de 1847, un grupo de sabios franceses llegaba en la goleta La Gosse a la desembocadura del Amazonas. Iba con el propósito de estudiar la flora y fauna de aquellas regiones para, a su regreso, presentar una larga y acabada memoria al "Institut des Hautes Sciences Tropicales" de Montpellier.

A fines de dicho año, fondeaba La Gosse en Manaos, y los treinta y seis sabios -tal era su número-, en seis piraguas de seis sabios cada una, se internaban río adentro.

A mediados de 1848 se les señala en el pueblo de Teffe, y a principios de 1849, entrando en excursión al Juruá. Cinco meses más tarde han regresado a ese pueblo acarreando dos piraguas más, cargadas de curiosos ejemplares zoológicos y botánicos. Acto conti­nuo siguen internándose por el Marañón, y el 1° de enero de 1850 se detienen y hacen carpas en la aldea de Tabatinga a orillas del río mencionado.

De estos treinta y seis sabios, a mí, personalmente, sólo me interesa uno, lo que no quiere decir, ni por un instante, que desconozca los méritos y las sabidurías de los treinta y cinco restantes. Este uno es Monsieur le Docteur Guy de la Crotale, de 52 años de edad en aquel entonces, regordete, bajo, gran barba colorina, ojos bonachones y hablar cadencioso.

Del doctor de la Crotale ignoro totalmente sus méritos (lo que, por cierto, no es negarlos) y de su sabiduría no tengo ni la menor noción (lo cual tampoco es negarla). En cuanto a la participación que le cupo en la famosa memoria presentada en 1857 al Institut de Montpellier, la desconozco en su integridad, y en lo que se refiere a sus labores durante los largos años que los dichos sabios pasaron en las selvas tropicales, no tengo de ellas ni la más remota idea. Todo lo cual no quita que el doctor Guy de la Crotale me interese en alto grado. He aquí las razones para ello:

Monsieur le Docteur Guy de la Crotale era un hombre extremadamente sentimental y sus sentimientos estaban ubicados, ante todo, en los diversos pajaritos que pueblan los cielos. De entre todos estos pajaritos, Monsieur le Docteur sentía una marcada preferencia por los loros, de modo que ya instalados todos ellos en Tabatinga, obtuvo de sus colegas el permiso de conseguirse un ejemplar, cuidar­lo, alimentarlo y aun llevarlo consigo a su país. Una noche, mientras todos los loros de la región dormían acurrucados, como es su costum­bre, en las copas de frondosos sicomoros, el doctor dejó su tienda y, marchando por entre los troncos de abedules, caobillas, dipterocár­peos y cinamomos; pisando bajo sus botas la culantrillo, la damiana y el peyote; enredándose a menudo en los tallos del cinclidoto y de la vincapervinca; y heridas las narices por el olor del fruto del manga­chapuy y los oídos por el crujir de la madera del espino cerval; una noche de vaga claridad, el doctor llegó a la base y trepó sigilosamente al más alto de todos los sicomoros, alargó presto una mano y se amparó de un loro.

El pájaro así atrapado era totalmente verde salvo bajo el pico donde se ornaba con dos rayas de plumillas negro-azuladas. Su tamaño era mediano, unos 18 centímetros de la cabeza al nacimiento de la cola, y de ésta tendría unos 20 centímetros, no más. Como este loro es el centro de cuanto voy a contar, daré sobre su vida y muerte algunos datos. Aquí van:

Nació el 5 de mayo de 1821, es decir que en el momento preciso en que rompía su huevo y entraba a la vida, lejos, muy lejos, allá en la abandonada isla de Santa Elena, fallecía el más grande de todos los emperadores, Napoleón 1.

De la Crotale lo llevó a Francia y desde 1857 a 1872 vivió en Montpellier cuidadosamente servido por su amo. Mas en este año el buen doctor murió. Pasó entonces el loro a ser propiedad de una sobrina suya, Mademoiselle Marguerite de la Crotale, quien dos años más tarde, en 1874, contrajo matrimonio con el capitán Henri Silure-Portune de Rascasse. Este matrimonio fue infecundo durante cuatro años, pero el año quinto se vio bendecido con el nacimiento de Henri-Guy-Hégésippe-Désiré-Gaston. Este muchacho, desde su más tierna edad, mostró inclinaciones artísticas -acaso transmisión del fino sentimentalismo del viejo doctor- y de entre todas las artes prefirió, sin disputa, la pintura. Así es cómo, una vez llegado a París a la edad de 17 años -por haber sido su padre comandado a la guarnición de la capital- Henrl-Guy entró a la Ecole des Beaux­-Arts. Después de recibido de pintor, se dedicó casi exclusivamente a los retratos, mas luego, sintiendo en forma aguda la influencia de Chardin, meditó grandes naturalezas muertas con algunos animales vivos. Pasó por sus pinceles el gato de casa entre diversos comestibles y útiles de cocina, pasó el perro, pasaron las gallinas y el canario, y el 1° de agosto de 1906 Henri-Guy se sentaba frente a una gran tela teniendo como modelo, sobre una mesa de caoba, dos maceteros con variadas flores, una cajuela de laca, un violín y nuestro loro. Mas las emanaciones de la pintura y la inmovilidad de la pose, empezaron pronto a debilitar la salud del pajarito, y así es como el 16 de ese mes lanzó un suspiro y falleció en el mismo instante en que el más espantoso de los terremotos azotaba a la ciudad de Valparaíso y castigaba duramente a la ciudad de Santiago de Chile donde hoy, 12 de junio de 1934, escribo yo en el silencio de mi biblioteca.

El noble loro de Tabatinga, cazado por el sabio profesor Monsieur le Docteur Guy de la Crotale y muerto en el altar de las artes frente al pintor Henri-Guy Silure-Portune de Rascasse, había vivido 85 años, 3 meses y 11 días.

Que en paz descanse.

Mas no descansó en paz. Henri-Guy, tiernamente, lo hizo embalsamar.

Siguió el loro embalsamado y montado sobre fino pedestal de ébano hasta fines de 1915, fecha en que se supo que en las trincheras moría heroicamente el pintor. Su madre, viuda desde hacía siete años, pensó en viajar hacia el Nuevo Mundo y, antes de embarcarse, envió a remate gran número de sus muebles y objetos. Entre éstos iba el loro de Tabatinga.

Fue adquirido por el viejo père Serpentaire que tenía en el número 3 de la rue Chaptal una tienda de baratijas, de antigüedades de poco valor y de bichos embalsamados. Allí pasó el loro hasta 1924 sin hallar ni un solo interesado por su persona. Pero dicho año la cosa hubo de cambiar, y he aquí de qué modo y por qué circunstancias:

En abril de ese año llegaba yo a París y, con varios amigos compatriotas, nos dedicamos, noche a noche, a la más descomunal y alegre juerga. Nuestro barrio predilecto era el bajo Montmartre. No había dancing o cabaré de la rue Fontaine, de la rue Pigalle, del boulevard Clichy o de la place Blanche, que no nos tuviera como sus más fervorosos clientes, y el preferido por nosotros era, sin duda, el Palermo de la ya mencionada rue Fontaine, donde, entre dos músicas de negros, una orquesta argentina tocaba tangos arrastrados como turrones.

Al sonar los bandoneones perdíamos la cabeza, entraba el cham­paña por nuestros gaznates y ya cuando la primera voz -un barítono latigudo- rompía con el canto, nuestro entusiasmo rayaba en la locura.

De entre todos aquellos tangos, yo tenía uno de mi completa predilección. Acaso la primera vez que lo oí -mejor sería decir "lo noté"; y aun me parece, lo aislé pasaba por mí algún sentimiento nuevo, nacía en mi interior un elemento psíquico más que, al romper y explayarse dentro como el loro rompiendo su huevo y explayán­dose por entre los gigantes sicomoros- encontró como materia en donde envolverse, fortificarse y durar, las notas largas de ese tango. Una coincidencia, una simultaneidad, sin duda alguna. Y aunque el tal elemento psíquico nuevo nunca abrió luz en mi conciencia, era el caso que al prorrumpir aquellos acordes yo sabía con todo mi ser entero, de los cabellos a los pies, que ellos -los acordes- estaban llenos de significados vivos para mí. Entonces bailaba apretándola, a la que fuese, con voluptuosidad y ternura y sentía una vaga compa­sión por todo lo que no fuese yo mismo envuelto, enredado con una ella y con mi tango.

Cantaba el barítono latigudo del Palermo:

Yo he visto un pájaro verde

Bañarse en agua de rosas

Y en un vaso cristalino

Un clavel que se deshoja.

"Yo he visto un pájaro verde...". Esta fue la frase -en un comienzo tarareada, luego únicamente hablada- que expresó todo lo sentido. La usaba yo para toda cosa y para toda cosa sentía que calzaba con admirable justeza. Luego, por simpatía, los amigos la adaptaron para vaciar dentro de ella cuanto les vagara alrededor sin franca nitidez. Y como además dicha frase encerraba una especie de santo y seña en nuestras complicidades -nocturnas, tendió sobre nosotros un hilo flexible de entendimiento con cabida para cualquier posibilidad.

Así, si alguno tenía una gran noticia que dar, un éxito, una conquista, un triunfo, frotábase las manos y exclamaba con rostro radiante:

-¡Yo he visto un pájaro verde!

Y si luego una preocupación, un desagrado se cernía sobre él, con voz baja, con ojos cavilosos, gachas las comisuras de sus labios, decía:

-Yo he visto un pájaro verde...

Y así para todo. En realidad no había necesidad para entendernos, para expresar cuanto quisiéramos, para hundirnos en nuestros más sutiles pliegues del alma, no había necesidad, digo, de recurrir a ninguna otra frase. Y la vida, al ser expresada de este modo, con este acortamiento y con tanta comprensión, tomaba para nosotros un cierto cariz peculiar y nos formaba una segunda vida paralela a la otra, vida que a ésta a veces la explicaba, a veces la embrollaba, a menudo la caricaturizaba con tal es especial agudeza que ni aun nosotros mismos llegábamos a penetrar bien a fondo en dónde y por dónde aquello se producía.

Luego, con bastante frecuencia, sobre todo hallándome ya solo en casa de vuelta de nuestras farras, era súbitamente víctima de una carcajada incontenible con sólo decirme para mis adentros:

-Yo he visto un pájaro verde.

Y si entonces miraba, por ejemplo, mi cama, mi sombrero o por la ventana los techos de París para de ahí pasar a la punta de mis zapatos, esa carcajada, junto con aumentar su cosquilleo interno, volvía a echar sobre todos mis semejantes una nueva gota de compa­sión y hasta desprecio, al pensar cuán infelices son todos aquellos que no han podido, siquiera un vez, reducir sus existencias todas a una sola frase que todo lo apriete, condense y, además, fructifique.

En verdad, yo he visto un pájaro verde.

Y en verdad, ahora mismo me río un poco y recuerdo y compren­do por qué la humanidad puede ser compadecida.

Una tarde de octubre fui de excursión a Montparnasse. Visitando sus diferentes bares por la tarde y sus boites por la noche, y después de suculenta comida, regresé a casa con la cabeza mareada, con el estómago repleto y con hígado y riñones trabajando enérgicamente.

Al día siguiente, cuando a las siete de la tarde telefonearon los amigos para juntarnos e ir de farra, mi enfermera les respondió que me sería totalmente imposible hacerles compañía aquella noche.

Recorrieron ellos todos nuestros sitios favoritos, y entre champa­ña, bailes y cenas, les sorprendió el amanecer y luego una magnífica mañana otoñal.

Cogidos del brazo, entonando los aires oídos, sobre los ojos u orejas los sombreros, bajaban por la rue Blanche y torcían por la rue Chaptal en demanda de la rue Notre Dame de Lorette donde dos de ellos vivían. Al pasar frente al número 3 de la segunda de las calles citadas, el pére Serpentaire abría su tiendecilla y aparecía en el escaparate, ante las miradas atónitas de mis amigos, tieso sobre su largo pedestal de ébano, el pájaro verde de Tabatinga.

Uno gritó:

-¡Hombres! ¡El pájaro verde!

Y los otros, más que extrañados, temerosos de que aquello fuese una visión alcohólica o una materialización de sus continuos pensa­mientos, repitieron en voz queda:

-Oh... El pájaro verde...

Un segundo después, recobrada la normalidad, se precipitaban cual un solo hombre a la tienda y pedían la inmediata entrega del ave. Pidió el pére Serpentaire once francos por la pieza y los buenos amigos, emocionados hasta las lágrimas con el hallazgo, doblaron el precio y depositaron en manos del viejo abismado, la suma de veintidós francos.

Entonces les vino el recuerdo del compañero ausente y, con un mismo paso, se dirigieron a casa. Treparon las escaleras con escánda­lo de los conserjes, llamaron a mi puerta y me hicieron entrega de la reliquia.Todos a una voz cantamos entonces:

Yo he visto un pájaro verde

Bañarse en agua de rosas

Y en un vaso cristalino

Un clavel que se deshoja.

El loro de Tabatinga tomó sitio sobre mi mesa de trabajo y allí, su mirada de vidrio posada sobre el retrato de Baudelaire en el muro de enfrente, allí me acompañó los cuatro años más que permanecí en París.

A fines de 1928 regresé a Chile. Bien embalado en mi maleta, el pájaro verde volvió a cruzar el Atlántico, pasó por Buenos Aires y las pampas, trepó la cordillera, cayó conmigo al otro lado, llegó a la estación Mapocho y el 7 de enero de 1929 sus ojos de vidrio, acostumbrados a la imagen del poeta, contemplaron curiosos el patio bajo y polvoriento de mi casa y luego, en mi escritorio, un busto de nuestro héroe Arturo Prat.

Pasó todo aquel año en paz. Pasó el siguiente en igual forma y apareció, tras un cañonazo nocturno, el año de gracia de 1931.

Y aquí comienza una nueva historia.

El mismo 1° de enero de aquel año -es decir (acaso dato superfluo pero, en fin, viene a mi pluma) 84 años después de la llegada del doctor Guy de la Crotale a Tabatinga- llegaba a Santiago, procedente de las salitreras de Antofagasta, mi tío José Pedro y me pedía, en vista de que había en casa una pieza para alojados, que en ella le diese hospitalidad.

Mi tío José Pedro era un hombre docto, bruñido por trabajos imaginarios y que consideraba como su más sagrado deber dar, en larguísimas pláticas, consejos a la juventud, sobre todo si en ella militaba alguno de sus sobrinos. La ocasión en mi casa le pareció preciosa pues ya -ignoro por qué vías- mi existencia de continua juerga en París había llegado a sus oídos. Todos los días durante los almuerzos, todas las noches después de las comidas, mi tío me hablaba con voz lenta sobre los horrores del París nocturno y me sermoneaba por haber vivido yo tantos años en él y no en el París de la Sorbona y alrededores.

La noche del 9 de febrero, sorbiendo nuestras tazas de café en mi escritorio, mi tío me preguntó de pronto, alargando su índice tembloroso hacia el pájaro verde:

-¿Y ese loro?

En breves palabras le conté cómo había llegado a mis manos después de una noche de diversiones y bullicio de mis mejores amigos y a la que no había podido asistir por haber ingerido el día antes enormes cantidades de comida y de alcoholes varios. Mi tío José Pedro clavóme entonces una mirada austera y luego, posándola sobre el ave, exclamó:

-¡Infame bicho!

Esto fue todo.

Esto fue el desatar, el cataclismo, la catástrofe. Esto fue el fin de su destino y el comienzo del total cambio del mío. Esto -alcancé a observarlo con la velocidad del rayo en mi reloj mural- aconteció a los 10 y 2 minutos y 48 segundos de aquel fatal 9 de febrero de 1931.

-¡Infame bicho!

Exactamente con perderse el último eco de la "o" final, el loro abrió sus alas, las agitó con vertiginosa rapidez y, tomando los aires con su pedestal de ébano siempre adherido a las patas, cruzó la habitación y, como un proyectil cayó sobre el cráneo del pobre tío José Pedro.

Al tocarlo -recuerdo perfectamente el pedestal osciló como un péndulo y vino a golpear con su base -que debe haber estado bastante sucia- la gran corbata blanca de mi tío, dejando en ella una mancha terrosa. Junto con ello, el loro clavaba en su calva un violento picotazo. Crujió el frontal, cedió, se abrió y de la abertura, tal cual sale, crece, se infla y derrama la lava de un volcán, salió, creció, se infló y derramó gruesa masa gris de su cerebro y varios hilillos de sangre resbalaron por la frente y por la sien izquierda. Entonces el silencio que se había producido al empezar el ave el vuelo, fue llenado por el más horrible grito de espanto, dejándome paralizado, helado, petrificado, pues nunca habría podido imaginar que un hombre lograse gritar en tal forma y menos el buen tío de hablar lento y cadencioso.

Mas un instante después recobraba de golpe, como una llamara­da, mi calor y mi conciencia, cogía de un viejo mortero su mano de cobre y me lanzaba hacia ellos dispuesto a deshacer de un mazazo al vil pajarraco.

Tres saltos y alzo el arma para dejarla caer sobre el bicho en el momento en que se disponía a clavar un segundo picotazo. Pero al verme se detuvo, volvió los ojos hacia mí y con un ligero movimiento de cabeza, me preguntó presuroso:

-¿El señor Juan Emar, si me hace el favor?

Y yo, naturalmente, respondí:

- Servidor de usted.

Entonces, ante esta repentina paralización mía, asestó un segun­do picotazo. Un nuevo agujero en el cráneo, nueva materia gris, nuevos hilos de sangre y nuevo grito de horror, pero ya más ahogado, más debilitado.

Vuelvo a recobrar mi sangre fría y, con ella, la clara noción de mi deber. Alzase mi brazo y el arma. Pero el loro vuelve a fijarme y vuelve a hablar:

-¿El señor Juan Em... ?

Y yo, con tal de terminar pronto:

- Servidor de ust...

Tercer picotazo. Mi viejo perdió un ojo. Como quien usa una cucharilla especial, el loro con su pico se lo vació y luego lo escupió a mis pies.

El ojo de mi viejo era de una redondez perfecta salvo en el punto opuesto a la pupila donde crecía una como pequeña colita que me recordó inmediatamente los ágiles guarisapos que pueblan los panta­nos. De esta colita salía un hilo escarlata delgadísimo que, desde el suelo, iba a internarse en la cavidad vacía del ojo y que, con los desesperados movimientos del anciano, se alargaba, se acortaba, temblaba, mas no se rompía ni tampoco movía al ojo quedado como adherido al suelo. Este ojo era, repito -hechas las salvedades que anoto- perfectamente esférico. Era blanco, blanco cual una bolita de marfil. Yo siempre había imaginado que los ojos, atrás -y sobre todo de los ancianos-, eran ligeramente tostados. Mas no: blanco, blanco cual una bolita de marfil.

Sobre este blanco, con gracia, con sutileza, corrían finísimas venas de laca que, entremezclándose con otras más finas aún de cobalto, formaban una maravillosa filigrana, tan maravillosa, que parecía moverse, resbalar sobre el húmedo blanco y, a veces, hasta desprenderse para ir luego por los aires como una telaraña iluminada que volase.

Pero no. Nada se movía. Era una ilusión nacida del deseo -harto legítimo por lo demás- de que tanta belleza y gracia aumentase, siguiese, llegase a la vida propia y se elevase para recrear la vista con sus formas multiplicadas, el alma con su realización asombrosa.

Un tercer grito me volvió al camino de mi deber. ¿Grito? No tanto. Un quejido ronco; eso es, un quejido ronco pero suficiente, como he dicho, para volverme al camino de mi deber.

Un salto y silba en mi mano la mano del rnortero. El loro se vuelve, me mira:

-¿El señor Ju... ?

Y yo presuroso:

-Servidor de u...

Un instante. Detención. Cuarto picotazo.

Este cayó en lo alto de la nariz y se terminó en su base. Es decir, la rebanó en su totalidad.

Mi tío, después de esto, quedó hecho un espectáculo pasmoso. Bullía en lo alto de su cabeza, en dos cráteres, la lava de sus pensamientos; vibraba el hilito escarlata desde la cuenca de su ojo; y en el triángulo dejado en medio de la cara por la desaparición de la nariz, aparecía y desaparecía, se inflaba y se chupaba, a impulsos de su respiración agitada, una masa de sangre espesa.

Aquí ya no hubo grito ni quejido. Únicamente su otro ojo, por entre los párpados caídos, pudo lanzarme una mirada de súplica. La sentí clavarse en mi corazón y afluir entonces a éste toda la ternura y todos los recuerdos perdidos hasta la infancia, que me ataban a mi tío. Ante tales sentimientos, no vacilé más y me lancé frenético y ciego. Mientras mi brazo caía, llegó a mis oídos un susurro:

-¿El señ... ?

Y oí que mis labios respondían:

- Servid...

Quinto picotazo. Le arrancó el mentón. Rodó el mentón por su pecho y, al pasar por su gran corbata blanca, limpió de ella el polvo dejado por el pedestal y lo reemplazó un diente amarilloso que allí se desprendió y sujetó, y que brilló como un topacio. Acto continuo, allá arriba, cesó el bullir, por el triángulo de la nariz disminuyó el ir y venir de los borbotones espesos, el hilo del ojo se rompió, y el mentón, al dar contra el suelo, sonó como un tambor. Entonces sus dos manos flacas cayeron lacias de ambos lados y de sus uñas agudas, dirigidas inertes hacia la tierra, se desprendieron diez lágrimas de sudor.

Sonó un silbido bajo. Un estertor. Silencio.

Mi tío José Pedro falleció.

El reloj mural marcaba las 10 y 3 y 56. La escena había durado 1 minuto y segundos.

Después de esto, el pájaro verde permaneció un instante en suspenso, luego extendió sus alas, las agitó violentamente y se elevó.Como un cernícalo sobre su presa, se mantuvo suspendido e inmóvil en medio de la habitación, produciendo con el temblor de las alas un chasquido semejante a las gotas de la lluvia sobre el hielo. Y el pedestal, entre tanto, se balanceaba siguiendo el ritmo del péndulo de mi reloj mural.

Luego el bicho hizo un vuelo circular y por fin se posó, o mejor dicho, posó su pie de ébano sobre la mesa y, fijando nuevamente sus dos vidrios sobre el busto de Arturo Prat, los dejó allí quietos en una mirada sin fin.

Eran las 10 y 4 minutos y 19 segundos.

El 11 de febrero por la mañana se efectuaron los funerales de mi tío José Pedro.

Al llevar el féretro a la carroza, debíamos pasar frente a la ventana de mi escritorio. Aproveché la distracción de los acompañantes para echar un vistazo al interior. Allí estaba mi loro inmóvil, volviéndo­me la espalda.

La enorme cantidad de odio despedida por mis ojos debió pesarle sobre las plumas del dorso, más aún si a su peso se agregó -como lo creo- el de las palabras cuchicheadas por mis labios:

-¡Ya arreglaremos cuentas, pájaro inmundo!

Sin duda, pues rápido volvió la cabeza y me guiñó un ojo junto con empezar a entreabrir el pico para hablar. Y como yo sabía perfectamente cuál sería la pregunta que me iba a hacer, para evitarla por inútil, guiñé también un ojo y, levemente, con una mueca del rostro, le di a entender una afirmación que traducida a palabras sería algo como quien dice:

- Servidor de usted.

Regresé a casa a la hora de almuerzo. Sentado solo a mi mesa, eché de menos las lentas pláticas morales de mi tío tan querido, y siempre, día a día, las recuerdo y envío hacia su tumba un recuerdo cariñoso.

Hoy, 12 de junio de 1934, hace tres años, cuatro meses y tres días que falleció el noble anciano. Mi vida durante este tiempo ha sido, para cuantos me conocen, igual a la que siempre he llevado, mas, para mí mismo, ha sufrido un cambio radical.

He aumentado con mis semejantes en complacencia, pues, ante cualquier cosa que me requieran, me inclino y les digo:

- Servidor de ustedes.

Conmigo mismo he aumentado en afabilidad pues, ante cualquier empresa de cualquier índole que trate de intentar, me imagino a la tal empresa como una gran dama de pie frente a mí y entonces, haciendo una reverencia en el vacío, le digo:

- Señora, servidor de usted.

Y veo que la dama, sonriendo, se vuelve y se aleja lentamente. Por lo cual ninguna empresa se lleva a fin.

Mas en todo lo restante, como he dicho, sigo igual: duermo bien, como con apetito, voy por las calles alegremente, charlo con los amigos con bastante amenidad, salgo de juerga algunas noches y hay por ahí, según me dicen, una muchacha que me ama con ternura.

Cuanto al pájaro verde, aquí está, inmóvil y mudo. A veces, de tarde en tarde, le hago una seña amistosa y a media voz le canto:

Yo he visto un pájaro verde

Bañarse en agua de rosas

Y en un vaso cristalino

Un clavel que se deshoja.

Mas él no se mueve ni pronuncia palabra alguna.


LA MAQUINARIA DE CULPABILIDAD




LA MAQUINARIA DE CULPABILIDAD



POR CARLOS FAJARDO FAJARDO



No existe algo que sorprenda más que la identificación de las mayorías con el magnetismo del dirigente histriónico autoritario. Tanta es su atracción que a los fanáticos les tiene sin cuidado las consecuencias éticas, aun cuando sean ellos mismos víctimas de las persecuciones por parte de su idolatrado jefe. La asunción de cierta ley superior sorprende en estos individuos por su deliciosa crudeza. De esta forma, el éxito de los proyectos dictatoriales queda garantizado, pues, por una parte, estos ciudadanos viven convencidos de hacer parte del poder, o de ser importantes en las decisiones gubernamentales; por otra, cualquier acción del régimen, así sea arbitraria se justifica, gracias a la confianza en sus “responsabilidades públicas”.



Bajo dichos regímenes, el progresivo y sistemático silenciamiento del opositor se nota menos, debido a ciertos procedimientos aceptados como legales. Al rival se le silencia con métodos “democráticos” que cumplen el simulacro del debido proceso. He aquí el juego hábil y nada limpio del audaz hechizador de multitudes: aplicar al oponente el método de “culpabilidad por asociación”, cuya consecuencia, en palabras de Hannah Arendt, es que “tan pronto como un hombre es acusado, sus antiguos amigos se transforman inmediatamente en sus más feroces enemigos; para salvar sus propias pieles proporcionan información voluntariamente y se apresuran a formular denuncias que corroboran las pruebas inexistentes contra él. Este, obviamente, es el único camino de probar que son merecedores de confianza”.



Nos encontramos entonces con una seductora maquinaria cuya función es hacer que la sociedad civil acepte los golpes sin mayor queja alguna. Una maquinaria de control desde adentro, de fidelidad y obediencia, “que tritura los sueños” como se lee en un verso de Salvatore Quasimodo. Bajo esta atmósfera, los ciudadanos aprueban la judicialización y criminalización de la vida cotidiana, hasta ver justa aquella monstruosa sentencia pronunciada en el cuento la colonia penitenciaria de Franz Kafka: “la culpa es siempre indudable”. De manera que todos estamos destinados a que se nos condene, bien sea por Dios, la patria, la familia, la escuela o el Estado. Esto se observa cuando entra en funcionamiento el autocastigo y la autoculpabilidad: el implicado siente que, por mandatos supremos, debe sentirse culpable sin serlo. El recurso retórico que lleva a la mayoría a considerarse culpable, es una de las mejores estrategias de los regímenes autoritarios para perpetuarse en el poder. La culpabilidad colectiva exonera de todo juicio a los verdaderos responsables de los horrores históricos. Su insistencia y repetición mediática anula la posibilidad crítica de los ciudadanos, atomiza al pueblo, invita a la expulsión de los no creyentes. La mentira crece y se transforma en agua sacramental para la limpieza de los herejes. Es un discurso retórico frenético, monotemático donde el terrorismo, el narcotráfico, la corrupción, el paramilitarismo, son los platos rotos que debemos pagar todos por tener la marca de la no inocencia. La dignidad, el respeto y valor de un pueblo quedan humillados por esta retórica morbosa y siniestra.



La actitud cínica de culpabilizarnos a todos de los horrores del mundo – y por ende de criminalizarnos en masa- alimenta discursos fanáticos de muerte y exterminio. Si todos somos culpables todos debemos pagar y morir por ello. Las intenciones son visibles: justificar las acciones de un terror tanto simbólico como real; legitimar el ocultamiento de la verdad, llevando la falsedad a sus más espeluznantes extremos; hacer de la mentira un valor intercambiable y usable según las circunstancias; indultar a los camuflados verdugos. Seducidos por dicha factoría, no sólo caen “las mayorías silenciosas”, sino también buena parte de los creadores e intelectuales activos. De vigías atentos y críticos ante las desavenencias de su época, pasan a ser actores de la farsa. De esta manera, el poder comienza a sustituir “invariablemente a todos los talentos de primera fila, sean cuales fueren sus simpatías, por aquellos fanáticos y chiflados cuya falta de inteligencia y de creatividad sigue siendo la mejor garantía de su lealtad” (Hannah Arendt).



Los resultados son desastrosos. Se pone en línea y en red una emocracia irreflexiva, peligrosa y sectaria, alimentada por la efervescencia mediática. Por lo tanto, la maquinaria de culpabilidad no sólo produce intimidación y dulce aceptación del castigo, sino también una sensiblería acrítica, temperamental, inmediatista, de llanto extremo, que en el fondo da legalidad a las vejaciones. La emocracia irreflexiva y sentimentaloide no conduce a otra cosa sino a la identificación de las masas con las normas de las tiranías, justificando las formas del terror disfrazadas de lágrimas. De manera que publicidad y terror se unen como algo necesario para defender las instituciones. Basta sólo ver como se aprovecha políticamente la emotividad de la víctima y de sus familiares para darnos cuenta que, detrás de todo este show doctrinal, existe la intención de des-responsabilizar a los verdaderos culpables y culpabilizarnos a casi todos. Así opera la maquinaria de culpabilidad. Tras ella se escudan verdugos y víctimas. Los primeros como sujetos que cometen sus crímenes obedeciendo órdenes superiores, lo que comprueba su inocencia; y los segundos que, al pagar justos por pecadores, son convertidos en motivo de lástima, caridad, compasión, remordimiento, lo cual “culpabiliza” a toda la sociedad. Con ello se garantiza que los ciudadanos acepten la culpa como una perversa y dulce guillotina, pues ésta “es siempre indudable”.




PARADOJAS DEL AUTORITARISMO



POR CARLOS FAJARDO FAJARDO





“Vivimos en la época de la premeditación y del crimen perfecto”, afirma Albert Camus en su libro El hombre rebelde; época en que los criminales se transforman en jueces. Terrorífica paradoja. Camus es aún más incisivo: “juzgados ayer, hoy dictan la ley”. Ahora sabemos que estos jueces son excelentes actores frente a unos medios que maquillan la representación de sus “buenas” hazañas, provocando el olvido de espantosos crímenes. He aquí como se gerencia la sensiblería ingenua y el sentimentalismo en una sociedad amnésica. Al decir de Milán Kundera, esto no es otra cosa que imponer en el imaginario popular el imperio del kitsch totalitario. Escuchémosle: “En el reino del kitsch impera la dictadura del corazón (…). El sentimiento que despierta el kitsch debe poder ser compartido por gran cantidad de gente (…). Nadie lo sabe mejor que los políticos. Cuando hay una cámara fotográfica cerca, corren enseguida hacia el niño más próximo hasta levantarlo y besarle la mejilla”. 



De manera que, el juego de cámaras, micrófonos y de luces sirve para ciertas audaces metamorfosis. De malandrín se pasa a ser un sensible protector paternalista. La eficacia sensacionalista de la cultura del efecto publicitario, adquiere verdadero sentido. ¡Oh febril espectáculo! El verdugo de ayer, hoy es figura venerada. Se entra así al mundo de lo sagrado donde, ante la imagen plenipotenciaria del patrón, del jefe y del padre protector, no hay dudas ni sospechas, solo fe y confianza. Es la euforia de la servidumbre, el eterno retorno del culto a la personalidad, la sacralización del paternalismo hacendario y semifeudal. Vaya hibridaciones locales. Las tecnoculturas de la información y de la comunicación, contraen nupcias con las tradiciones decimonónicas conservadoras, todavía activas y usables.
Siguiendo esa lógica de perversas paradojas, bajo el amparo de cierta aureola religiosa, la imagen del jefe de gobierno en los Estados neoconservadores actuales, se une al militarismo secular moderno. Es entonces cuando la idolatrada providencia presidencial promete progreso, la paz a través del exterminio de sus oponentes. Sin embargo, esto no hace otra cosa que activar los mecanismos de control de la casa, eternizar sus tradicionales valores, garantizar la tranquilidad en la pantagruélica cena de unos cuantos elegidos. La guerra contra los no invitados a este banquete se hace obsesiva y pletórica. El terror se manifiesta en todo su furor, el nacionalismo también. Cualquier acción del Padre por “salvar” su clan se justifica. Ya lo aseguraba Hitler: “estoy pronto a firmarlo todo, a suscribirlo todo (…). En lo que a mi concierne, soy capaz con toda buena fe, de firmar tratados hoy y romperlos fríamente mañana, si está en juego el futuro del pueblo alemán”. 


Se justifica la trampa, la mentira, la invención de un enemigo perpetuo para fomentar un terror perpetuo en nombre de la patria. Es la lógica del poder con la cual éste se petrifica. Claro, el Padre-jefe, plenipotenciario y redentor, no puede explicarse más que por un rival ilusorio o real, por una actitud guerrerista. Necesita de un “otro” opositor para legitimar sus acciones. He aquí lo terrible. Gracias a esta ideología guerrera, la vida civil va siendo subsumida en una mentalidad militarista policial presentada y promovida, una y otra vez, en la aparatosa tempestad de violencia telemática. Se militarizan casi todas las prácticas sociales; los ciudadanos interiorizan la norma militar de obedecer al superior, de tal modo que, bajo la orden presidencial y su cumplimiento, la ciudadanía, con su vocabulario y una sensibilidad policial, se apresta al combate de todos contra unos pocos. Y allí lo tenemos: en nuestros sitios de trabajo, en los centros educativos, en maestros, estudiantes, gerentes, empleados, en mandos superiores y medios. Es decir, en casi todas las prácticas sociales se infiltra la idea de que, igual al Padre-jefe y a su grupo de gobierno -transmutados en policías protectores-, se debe asumir una actitud ofensiva, triunfalista, despótica ante nuestros semejantes. 


Por lo visto, el lenguaje militarista se ejerce y asume con extrema naturalidad comunitaria. Es el lenguaje de la neo-esclavitud en una época de agresivo neoconservadurismo. Con el mismo lenguaje se califica a los opositores de antipatriotas y herejes, desterrándolos del momento histórico sacralizado. Al blasfemo se le juzga por descreído al no acatar los designios del Padre. Ser patriota entonces es un acto de fe. Ya lo aseguraba Borges. Este patriotismo, asumido como religión, pide lealtad a sus íconos y símbolos. Basta observar el histrionismo patriotero de juramentos y compromisos masificados para dar cuenta de cómo estos se unen a las acciones antidemocráticas de gobiernos que agencian la exclusión, el ninguneo, el silencio, la culpa y el remordimiento del marginado.


Lo anterior sólo demuestra que, en los países donde actualmente el conservadurismo reina, están vigentes algunos rituales del poder decimonónico. Así por ejemplo, la destrucción de la memoria colectiva y de un pasado de reivindicaciones populares; la instauración de un neo-despotismo radical y religioso; la proliferación y manejo de un lenguaje militarista, infiltrado en la cotidianidad y en las actividades civiles; la lógica maniquea de los medios y su matrimonio perverso con los gobiernos, la obligatoria exigencia de no oponerse al cacique político, al gamonal y al mayordomo. Todo ello excluye cualquier disidencia y alteridad. De este modo, las ceremonias y gestos del autoritarismo están siendo rediseñados en estos tiempos de las paradojas globalitarias. El verdugo de ayer hoy es figura venerada.