LA MAQUINARIA DE CULPABILIDAD
POR CARLOS FAJARDO FAJARDO
No existe algo que sorprenda más que la identificación de las mayorías con el magnetismo del dirigente histriónico autoritario. Tanta es su atracción que a los fanáticos les tiene sin cuidado las consecuencias éticas, aun cuando sean ellos mismos víctimas de las persecuciones por parte de su idolatrado jefe. La asunción de cierta ley superior sorprende en estos individuos por su deliciosa crudeza. De esta forma, el éxito de los proyectos dictatoriales queda garantizado, pues, por una parte, estos ciudadanos viven convencidos de hacer parte del poder, o de ser importantes en las decisiones gubernamentales; por otra, cualquier acción del régimen, así sea arbitraria se justifica, gracias a la confianza en sus “responsabilidades públicas”.
Bajo dichos regímenes, el progresivo y sistemático silenciamiento del opositor se nota menos, debido a ciertos procedimientos aceptados como legales. Al rival se le silencia con métodos “democráticos” que cumplen el simulacro del debido proceso. He aquí el juego hábil y nada limpio del audaz hechizador de multitudes: aplicar al oponente el método de “culpabilidad por asociación”, cuya consecuencia, en palabras de Hannah Arendt, es que “tan pronto como un hombre es acusado, sus antiguos amigos se transforman inmediatamente en sus más feroces enemigos; para salvar sus propias pieles proporcionan información voluntariamente y se apresuran a formular denuncias que corroboran las pruebas inexistentes contra él. Este, obviamente, es el único camino de probar que son merecedores de confianza”.
Nos encontramos entonces con una seductora maquinaria cuya función es hacer que la sociedad civil acepte los golpes sin mayor queja alguna. Una maquinaria de control desde adentro, de fidelidad y obediencia, “que tritura los sueños” como se lee en un verso de Salvatore Quasimodo. Bajo esta atmósfera, los ciudadanos aprueban la judicialización y criminalización de la vida cotidiana, hasta ver justa aquella monstruosa sentencia pronunciada en el cuento la colonia penitenciaria de Franz Kafka: “la culpa es siempre indudable”. De manera que todos estamos destinados a que se nos condene, bien sea por Dios, la patria, la familia, la escuela o el Estado. Esto se observa cuando entra en funcionamiento el autocastigo y la autoculpabilidad: el implicado siente que, por mandatos supremos, debe sentirse culpable sin serlo. El recurso retórico que lleva a la mayoría a considerarse culpable, es una de las mejores estrategias de los regímenes autoritarios para perpetuarse en el poder. La culpabilidad colectiva exonera de todo juicio a los verdaderos responsables de los horrores históricos. Su insistencia y repetición mediática anula la posibilidad crítica de los ciudadanos, atomiza al pueblo, invita a la expulsión de los no creyentes. La mentira crece y se transforma en agua sacramental para la limpieza de los herejes. Es un discurso retórico frenético, monotemático donde el terrorismo, el narcotráfico, la corrupción, el paramilitarismo, son los platos rotos que debemos pagar todos por tener la marca de la no inocencia. La dignidad, el respeto y valor de un pueblo quedan humillados por esta retórica morbosa y siniestra.
La actitud cínica de culpabilizarnos a todos de los horrores del mundo – y por ende de criminalizarnos en masa- alimenta discursos fanáticos de muerte y exterminio. Si todos somos culpables todos debemos pagar y morir por ello. Las intenciones son visibles: justificar las acciones de un terror tanto simbólico como real; legitimar el ocultamiento de la verdad, llevando la falsedad a sus más espeluznantes extremos; hacer de la mentira un valor intercambiable y usable según las circunstancias; indultar a los camuflados verdugos. Seducidos por dicha factoría, no sólo caen “las mayorías silenciosas”, sino también buena parte de los creadores e intelectuales activos. De vigías atentos y críticos ante las desavenencias de su época, pasan a ser actores de la farsa. De esta manera, el poder comienza a sustituir “invariablemente a todos los talentos de primera fila, sean cuales fueren sus simpatías, por aquellos fanáticos y chiflados cuya falta de inteligencia y de creatividad sigue siendo la mejor garantía de su lealtad” (Hannah Arendt).
Los resultados son desastrosos. Se pone en línea y en red una emocracia irreflexiva, peligrosa y sectaria, alimentada por la efervescencia mediática. Por lo tanto, la maquinaria de culpabilidad no sólo produce intimidación y dulce aceptación del castigo, sino también una sensiblería acrítica, temperamental, inmediatista, de llanto extremo, que en el fondo da legalidad a las vejaciones. La emocracia irreflexiva y sentimentaloide no conduce a otra cosa sino a la identificación de las masas con las normas de las tiranías, justificando las formas del terror disfrazadas de lágrimas. De manera que publicidad y terror se unen como algo necesario para defender las instituciones. Basta sólo ver como se aprovecha políticamente la emotividad de la víctima y de sus familiares para darnos cuenta que, detrás de todo este show doctrinal, existe la intención de des-responsabilizar a los verdaderos culpables y culpabilizarnos a casi todos. Así opera la maquinaria de culpabilidad. Tras ella se escudan verdugos y víctimas. Los primeros como sujetos que cometen sus crímenes obedeciendo órdenes superiores, lo que comprueba su inocencia; y los segundos que, al pagar justos por pecadores, son convertidos en motivo de lástima, caridad, compasión, remordimiento, lo cual “culpabiliza” a toda la sociedad. Con ello se garantiza que los ciudadanos acepten la culpa como una perversa y dulce guillotina, pues ésta “es siempre indudable”.
PARADOJAS DEL AUTORITARISMO
POR CARLOS FAJARDO FAJARDO
“Vivimos en la época de la premeditación y del crimen perfecto”, afirma Albert Camus en su libro El hombre rebelde; época en que los criminales se transforman en jueces. Terrorífica paradoja. Camus es aún más incisivo: “juzgados ayer, hoy dictan la ley”. Ahora sabemos que estos jueces son excelentes actores frente a unos medios que maquillan la representación de sus “buenas” hazañas, provocando el olvido de espantosos crímenes. He aquí como se gerencia la sensiblería ingenua y el sentimentalismo en una sociedad amnésica. Al decir de Milán Kundera, esto no es otra cosa que imponer en el imaginario popular el imperio del kitsch totalitario. Escuchémosle: “En el reino del kitsch impera la dictadura del corazón (…). El sentimiento que despierta el kitsch debe poder ser compartido por gran cantidad de gente (…). Nadie lo sabe mejor que los políticos. Cuando hay una cámara fotográfica cerca, corren enseguida hacia el niño más próximo hasta levantarlo y besarle la mejilla”.
De manera que, el juego de cámaras, micrófonos y de luces sirve para ciertas audaces metamorfosis. De malandrín se pasa a ser un sensible protector paternalista. La eficacia sensacionalista de la cultura del efecto publicitario, adquiere verdadero sentido. ¡Oh febril espectáculo! El verdugo de ayer, hoy es figura venerada. Se entra así al mundo de lo sagrado donde, ante la imagen plenipotenciaria del patrón, del jefe y del padre protector, no hay dudas ni sospechas, solo fe y confianza. Es la euforia de la servidumbre, el eterno retorno del culto a la personalidad, la sacralización del paternalismo hacendario y semifeudal. Vaya hibridaciones locales. Las tecnoculturas de la información y de la comunicación, contraen nupcias con las tradiciones decimonónicas conservadoras, todavía activas y usables.
Siguiendo esa lógica de perversas paradojas, bajo el amparo de cierta aureola religiosa, la imagen del jefe de gobierno en los Estados neoconservadores actuales, se une al militarismo secular moderno. Es entonces cuando la idolatrada providencia presidencial promete progreso, la paz a través del exterminio de sus oponentes. Sin embargo, esto no hace otra cosa que activar los mecanismos de control de la casa, eternizar sus tradicionales valores, garantizar la tranquilidad en la pantagruélica cena de unos cuantos elegidos. La guerra contra los no invitados a este banquete se hace obsesiva y pletórica. El terror se manifiesta en todo su furor, el nacionalismo también. Cualquier acción del Padre por “salvar” su clan se justifica. Ya lo aseguraba Hitler: “estoy pronto a firmarlo todo, a suscribirlo todo (…). En lo que a mi concierne, soy capaz con toda buena fe, de firmar tratados hoy y romperlos fríamente mañana, si está en juego el futuro del pueblo alemán”.
Siguiendo esa lógica de perversas paradojas, bajo el amparo de cierta aureola religiosa, la imagen del jefe de gobierno en los Estados neoconservadores actuales, se une al militarismo secular moderno. Es entonces cuando la idolatrada providencia presidencial promete progreso, la paz a través del exterminio de sus oponentes. Sin embargo, esto no hace otra cosa que activar los mecanismos de control de la casa, eternizar sus tradicionales valores, garantizar la tranquilidad en la pantagruélica cena de unos cuantos elegidos. La guerra contra los no invitados a este banquete se hace obsesiva y pletórica. El terror se manifiesta en todo su furor, el nacionalismo también. Cualquier acción del Padre por “salvar” su clan se justifica. Ya lo aseguraba Hitler: “estoy pronto a firmarlo todo, a suscribirlo todo (…). En lo que a mi concierne, soy capaz con toda buena fe, de firmar tratados hoy y romperlos fríamente mañana, si está en juego el futuro del pueblo alemán”.
Se justifica la trampa, la mentira, la invención de un enemigo perpetuo para fomentar un terror perpetuo en nombre de la patria. Es la lógica del poder con la cual éste se petrifica. Claro, el Padre-jefe, plenipotenciario y redentor, no puede explicarse más que por un rival ilusorio o real, por una actitud guerrerista. Necesita de un “otro” opositor para legitimar sus acciones. He aquí lo terrible. Gracias a esta ideología guerrera, la vida civil va siendo subsumida en una mentalidad militarista policial presentada y promovida, una y otra vez, en la aparatosa tempestad de violencia telemática. Se militarizan casi todas las prácticas sociales; los ciudadanos interiorizan la norma militar de obedecer al superior, de tal modo que, bajo la orden presidencial y su cumplimiento, la ciudadanía, con su vocabulario y una sensibilidad policial, se apresta al combate de todos contra unos pocos. Y allí lo tenemos: en nuestros sitios de trabajo, en los centros educativos, en maestros, estudiantes, gerentes, empleados, en mandos superiores y medios. Es decir, en casi todas las prácticas sociales se infiltra la idea de que, igual al Padre-jefe y a su grupo de gobierno -transmutados en policías protectores-, se debe asumir una actitud ofensiva, triunfalista, despótica ante nuestros semejantes.
Por lo visto, el lenguaje militarista se ejerce y asume con extrema naturalidad comunitaria. Es el lenguaje de la neo-esclavitud en una época de agresivo neoconservadurismo. Con el mismo lenguaje se califica a los opositores de antipatriotas y herejes, desterrándolos del momento histórico sacralizado. Al blasfemo se le juzga por descreído al no acatar los designios del Padre. Ser patriota entonces es un acto de fe. Ya lo aseguraba Borges. Este patriotismo, asumido como religión, pide lealtad a sus íconos y símbolos. Basta observar el histrionismo patriotero de juramentos y compromisos masificados para dar cuenta de cómo estos se unen a las acciones antidemocráticas de gobiernos que agencian la exclusión, el ninguneo, el silencio, la culpa y el remordimiento del marginado.
Lo anterior sólo demuestra que, en los países donde actualmente el conservadurismo reina, están vigentes algunos rituales del poder decimonónico. Así por ejemplo, la destrucción de la memoria colectiva y de un pasado de reivindicaciones populares; la instauración de un neo-despotismo radical y religioso; la proliferación y manejo de un lenguaje militarista, infiltrado en la cotidianidad y en las actividades civiles; la lógica maniquea de los medios y su matrimonio perverso con los gobiernos, la obligatoria exigencia de no oponerse al cacique político, al gamonal y al mayordomo. Todo ello excluye cualquier disidencia y alteridad. De este modo, las ceremonias y gestos del autoritarismo están siendo rediseñados en estos tiempos de las paradojas globalitarias. El verdugo de ayer hoy es figura venerada.